nº 47 - Febrero 2004 • ISSN: 1578-8644
La quinta columna
"Un mirlo blanco sobre la mar salada"
luis arturo hernández
Nota de la redacción

La desaparición este otoño pasado de Juan Perucho no ha pasado desapercibida.

Escritor extraordinario, por su calidad artística y por el cultivo de esa categoría de lo “extraordinario”que funde lo real y lo fantástico, Perucho ha dejado su huella de melancólico escepticismo, en el justo término, a lo largo de una obra mediterránea hecha de erudición y fantasía, de novela romántica, ensayo apócrifo y culta ironía.

Traemos hoy a estas páginas, como obituario, uno de sus libros, Diana y el Mar Muerto, donde parece flotar evanescente en la fina sal del humor su figura, a la par que se desvanece su sombra en el desván de la memoria como un amable fantasma.

(Reseña de Diana y el Mar Muerto, de Juan Perucho. Ed.Montena)

Diana y el Mar Muerto es un tríptico cuyas tres tablas -El Mar Muerto, Diana y “El Mar Muerto” y Ejercicio literario -se encuentran dispersas -como pecios del naufragio de la niñez- en los “encantes”de la memoria, perdidas entre una ligera y heterogénea resma -cuatro pliegos- de recuerdos apócrifos y vívidas fantasías a la luz de una “hiriente poesía”, donde conviven las figuras entrevistas en la infancia -o los ecos de sus enigmáticas conversaciones fragmentarias-, con los espectros de unos afables “hombres invisibles” o los personajes míticos de novelas bizantinas -”El caballero Kosmas” y “la dama Egeria”-, y convocados al conjuro de “la hora bruja”, en el momento de la sensación verdadera -la emoción magnífica, de poso melancólico y crepuscular, de la pérdida, de la ausencia y la lejanía, de la muerte-, entre una botánica mutante y la fauna autóctona de algún agreste valle catalán en el que revolotea un mirlo blanco, sobre amables estampas viradas a sepia de una guerra civil -juego del perro de Mascota y los gatos de La conversación- librada en la adolescencia, con un costumbrismo naïf o ingenuista ajeno a cualquier heroísmo.

Perucho despliega el “teatrillo de la memoria” de su infancia -de amigos reales o adivinados, parientes cercanos y demás familia-, entre resonancias cosmopolitas y fragancias mediterráneas, recreando el pasado al óleo de las artes plásticas -Miró, Velázquez, Vermeer, Bonnard, Renoir, Miró- y a la sombra de la decadencia de la arquitectura del Mediterráneo, expresión de un esplendoroso deterioro, de la vida gloriosamente arruinada, pero siempre reinventada desde los sueños de la cultura.

Y en este escenario se inscribe precisamente el drama impresionista en tres actos de “Diana y el Mar Muerto”: el espacio y el tiempo -las dimensiones del teatro- de una marina -El Mar Muerto: “Tristes son estos parajes y esta mar salada”; “Diana consulta su reloj. El tiempo es un poco frío”- y el planteamiento de una acción tan sólo insinuada en un paisaje con figura -Diana y “El Mar Muerto”-, con un nudo y desenlace sepultados por la marea de la guerra: “El joven profesor había declarado que su amor podía más que la muerte”-, que se acaba con un Ejercicio literario en el que se reafirma el carácter esencialmente literario de la vida -en ese regocijante juego intertextual en que confluye la tríada de prototipos femeninos del imaginario del narrador: la “Diana” del compañero de armas, la “Nunú” nacida de un grabado y la “Albertine” de Proust-, cerrando el círculo del ejemplar de “El Mar Muerto”

-”En una ocasión, le regaló el libro de Costantin Zoubichryn, El Mar Muerto”-.

QUMRAM PERUCHO O EL MANUSCRITO DE EL MAR MUERTO

Como un arqueólogo que tratara de recomponer el mosaico de su juventud -obra narrativa (poco importa, no obstante, su adscripción a un género) escrita en 1953, pocos años después del descubrimiento de los manuscritos de Qumram a orillas del Mar Muerto-, Juan Perucho bucea en pos de la tesela de cada instantánea tomando nota y dando fe poética –como buen notario de la imaginación que fue en su vida profesional- de los hallazgos que se sedimentan en el recuerdo, de los materiales de aluvión de la enumeración caótica que, al modo cósmico y colorista de un Miró, se acumulan en las estampas marineras postreras, al igual que en aquel delta -paisaje después de la Batalla- del Ebro en su derramamiento de sangre en el Mediterráneo -nuestras vidas son El Ebro que va a dar a la mar, que es el morir, a manos de una cainita “mantis religiosa”-, entre bonancibles salidas -a bordo del Perla- a un mar que es un reflejo en el espejo azogado del Caribe -La Perla de las Antillas, en ese Mediterráneo invertido del otro lado del Atlántico-, y que se comunica con el Mar Muerto -laguna Estigia paralizada, necrosada, quieta-, ese cementerio naturalizado, disecado, fósil, de la mar salada con la memoria macerada en salmuera, que sale a relucir -y a flote- en el título con su connotación de tiempo perdido -ido-, y un eco apresado, retenido, conservado en salazón entre las páginas de un libro y tan sólo audible -con automatismo de caja musical- en el manuscrito de “El Mar Muerto”.