nº 46 - Enero 2004 • ISSN: 1578-8644
"El vuelo de Icaro"
enrique gutiérrez ordorika
Seguramente existan trece maneras de mirar un avión al modo que Wallace Stevens lo hizo con un mirlo. “El mirlo daba vueltas con los vientos de otoño”. El avión, a las 8,15 horas de un soleado 6 de agosto, dio una vuelta con el viento de verano: “Tenemos su mensaje por radio, las condiciones son normales y regresas a casa”. El mismo avión reposa ahora,  con el viento de invierno, en el gigantesco hangar de un Museo. Ambos forman parte de la misma pantomima. Muchas veces, el cronista oficial confunde la infamia con la gloria.

La historia de la aviación tiene unos antecedentes luctuosos. La del mirlo -según el autor de El hombre de la guitarra azul- traza círculos sobre el cedro y dibuja en la sombra del crepúsculo un motivo insondable. Dédalo, tras haber asesinado a su joven sobrino Talo por envidia, se refugió en el laberinto huyendo de la horca. Allí, construyó unas alas con plumas y cera de abejas. Su hijo Icaro inauguró el listado de ángeles caídos, pero él no hizo mal a nadie, sólo quiso abrazar el sol.

El 17 de diciembre de 1903, los hermanos Orville Y Wilbur Wright convirtieron en realidad el sueño de Leonardo Da Vinci, al efectuar el primer vuelo humano con un aeroplano confeccionado con madera, alambres y algo de tela. Aquel día despegaron cuatro veces del suelo. El primer vuelo duró 12 segundos, el último 55. Un fotógrafo inmortalizó la hazaña en una instantánea dirigida a convencer a los incrédulos.

Cuarenta y dos años más tarde, en uno más de los muchos que desde aquel 17 de diciembre escenificaban el rutinario avance en el dominio humano del aire, despegaba de madrugada de Tinián, en las islas Marianas, un Boeing de 43 metros de largo al que su piloto, el comandante Paul Tibbets, había bautizado con el nombre de su querida madre Enola. En los prolegómenos del despegue, un fotógrafo, cámara en mano, dijo: “vas a ser famoso, así que sonríe”. Seis horas después, aquel aparato soltaba desde  9.632 metros de altura un artefacto que llevaba el macabro nombre de “Little Boy” (Niño pequeño),  asesinando a 140.000 personas. La inmensa mayoría de los muertos en el bombardeo del alba fueron ancianos mujeres y niños. Cerca de 90.000 personas más murieron en los años siguientes por enfermedades crónicas derivadas de la exposición a la radiación. “A la diestra del sol se posan cien cigüeñas”, recitaba Dylan Thomas en las ondas de la BBC, pero alguien decidió que ninguno llegará a los cien años.  

El Boeing B-29 Superfortress que causó aquella terrible atrocidad se exhibe, desde mediados del pasado mes diciembre, en el Museo Smithsoniano de Washington como estrella de la Conmemoración del Primer Centenario de los logros de la Aviación, ante la impotencia y el pesar de muchos sobrevivientes indignados porque no se haga ninguna referencia a las víctimas. Según el director del Museo, general J.R. "Jack" Daily:"Debido al trabajo de muchos hombres y mujeres talentosos, las generaciones futuras sentirán el inalterable significado de esta aeronave en la Segunda Guerra Mundial y la historia humana”.

 “El hombre –dice Wallace Stevens- se abraza a su guitarra, como un esquilador: El día era azul”. Como advertía la vieja canción del grupo británico “Maniobras Orquestales en la Oscuridad: “Enola Gay, debiste haberte quedado ayer en casa…Estos juegos a los que juegas, algún día acabarán en algo más que lágrimas”. Quizás, entre veinte montañas nevadas lo único en moverse sea el ojo de un mirlo. Y quizás también existan trece maneras distintas de mirar un avión. Pero Hiroshima aunque aún no lo cuentan los libros de Historia es un crimen equiparable en crueldad al holocausto de los infiernos de Treblinka o Auschwitz.