nº 57 - Diciembre 2004 • ISSN: 1578-8644
"Dando calabazas a un calavera"
luis arturo hernández

“Y... ¿Si Cenicienta hubiera tenido el pie más grande?”
Alexandra Berková, Amor tenebroso

La soirée en el palacete de los T. había llegado a su punto culminante con el baile de disfraces de la nueva temporada, una pasarela de otoño que reunía la crème de la crème de la sociedad sevillana, entre la que no faltaban los famosetes televisivos y mediáticos.

El señorito coqueteaba con doña I. de U. y A. de Pantoja, disfrazado de calavera entre otros fantasmas, esqueletos anoréxicos y muertos vivientes, interrumpiendo su cháchara galante, mientras mordía con voluptuosidad un plumcake sorpresa -la última moda snob en saraos pijos importada por los Ulloa, de origen celta, desde el Más Allá...del Mar-, el día 31 de octubre, cuando la irrupción en el salón de una jovencísima damisela reclamó su atención. La bella lucía un hermoso disfraz de hada madrina que cautivó al burlador, quien hizo gala de todas su seducción de guardarropía y fantasmadas de repertorio con el fin de arrimársela al jergón. Sin embargo, y a punto de dar las doce en el carillón del palacio, la joven desconocida se escapaba de sus garras de seductor profesional –se diría que “salvada por la campana”-, precipitándose escaleras abajo por la señorial escalinata de mármol del palacio hacia el paseo de caballos, donde la aguardaba una gran carroza.

Para cuando el anfitrión ansioso y excitado alcanzó la salida, aquellos corceles ligeros como -buñuelos de- viento alejaban a la hermosa desconocida, sin dejar otra tarjeta que un zapato de cristal al pie del último escalón. Ensimismado, fetichista, don J. hubo de quitarse de encima a los arrapiezos del servicio, disfrazados de fusilados del 36, que le reclamaban el subsidio del empleo comunitario, pero en especie –o sea, en caramelos-, amenazándolo si no, mefistofélicamente –la maldición del gitano-, con hacer trato con el Diablo. Hecho ya un carroza, y mayorcito para semejantes niñerías -¡quién te ha visto y quién te ve, y sombra de lo que fuiste!; antaño desafiando al cielo con humor de mil demonios, y hogaño sucumbiendo al truco del almendruco de los niños del jornalero-, transigió dándoles la calderilla a aquellos tiralevitas–cómo se está poniendo el servicio-.

Acto seguido llamó a su hombre de confianza, un lumpenario paparazzo sin escrúpulos de origen italiano para que, talonario en mano, recabara información sobre aquel bollito.

Sonaban las doce en el lejano reloj del afamado palacio hispalense cuando la carroza se volatilizó como un sueño y, en su lugar, Lucía vio apagarse su estrella, dejó de lucir sus galas y se encontró plantada sobre una enorme calabaza de dura corteza cenicienta.

Ya se lo había advertido la puta vieja que regenta la agencia matrimonial “Celestina” al conjurarla con arreglo a la regla de la santería de su tierra natal, prometiéndole dejar de ser una sirvienta que vacía los ceniceros en casa de doña Ana de Pantoja para hacer de ella una mujer con glamour –como en los culebrones televisivos de su país de origen- y que tuviera su momento fashion aunque, dado que ella estaba perdiendo sus poderes, no durara el hechizo más allá de la medianoche –por lo que debía darse prisa si quería dejar de ser doncella, le había insinuado, con pícaro doble sentido, mientras maceraba el filtro que obraría el prodigio de presentarla en sociedad, a despecho de su señora doña Ana-.

Todo el santo día de Todos los Santos lo pasó la cenicienta Lucía aparcada en el arcén con las luces de posición encendidas en sendas catas abiertas a modo de pilotos en aquel vehículo averiado hasta que, al anochecer, cuando estaba al caer la Noche de Difuntos, el caballero andaluz, errante como un alma en pena tras la quimera de un sueño, acertó a pasar por allí y descubrió, brillante en la noche, el zapatito gemelo, suspendido como un cabello de ángel –de amor- por encima de la verrugosa cabezota de bruja de la calabaza, iluminada por el velatorio interior de un cerillo encendido, en palmatoria de ultratumba, que imprecaba al calavera:

-Pero Juanillo, hijo, ¿cuándo vas a sentar la cabeza?

Don Juan Tenorio, que lucía tatuada en el brazo, bajo la calavera rubricada por huesos de perro en aspa –burlangas que escapa de las casas de mala nota “a perros muertos”- o huesitos de santo cruzados -como en el pabellón pirata de los sepulcros profanados-, la leyenda “Amor de madre”, se postró de hinojos, aquejado de un fuerte empeoramiento de su complejo de Edipo y, luego de invocar a “su puta madre”, respondió al espectro:

-Si es que yo quiero ser bueno, madre. Son las malas compañías, mamá, las que me llevan por el mal camino, aunque yo me dejo llevar porque me lo paso de puta madre.

Lucía, más sosa que la calabaza, no sabía a qué atenerse ante el espectáculo patético y melodramático de un dandi llorando como un fantasma niño en una ouija de Halloween.

-Me vas a matar a disgustos, Juan. Dios te va a castigas y te va a mandar... al Cielo. Al calabozo del Cielo, para más INRI –lo maldijo la calabaza parlante-. Allí, con la madre Celestina.

Él cogió una pataleta que acabó decepcionando definitivamente a la pobre Cenicienta:

-No, al Cielo no. Yo quiero ir al Infierno, que me pone más. Prefiero condenarme con este bollito de crema y, luego, la cremación –y requería, suplicante, a la rellenita Lucía-.

Cenicienta, dando calabazas a aquel figurín depresivo, dejó de servir como empleada del servicio doméstico y se fue a rebuscar otro seductor en la telebasura -muladar de los medios al que concurrían zorros y zorrillas y zurrupias de todo pelaje-, puesto que don Juan Tenorio estaba virando ya del rosa al amarillo y lo suyo pasaba de castaña oscura.

Y aquí concluye el capítulo de la teleserie “Lo tuyo es puro teatro”, en cuyo equipo de guionistas han participado, convidados de papel en un día de difuntos por la noche, don Gonzalo –Torrente Ballester-, así como los carrozas don José –Zorrilla- y san José
-Martínez Ruiz, Azorín-, y el scrip Ciutti, su seguro “servidor” –informático-, que fusiló los originales en nombre de la intertextualidad intextina de Internet. Y va que–se-chuta.