ISSN 1578-8644 | nº 43 - Octubre 2003 | Contacto | Ultimo Luke
El abismo de la mirada
"El Tren"
txema g. crespo / pradip j. phanse

Se inaugura durante estos días (las inauguraciones en España son así: necesitan meses para terminar de celebrarse) la segunda línea de tren de alta velocidad. Si el AVE Madrid-Sevilla fue reflejo de los fastos socialistas de 1992, el AVE Madrid-Barcelona (que de momento sólo llega hasta Lleida) es muestra de la capacidad gestora de la derecha en el poder. Aquel conducía a ninguna parte, con respeto de cordobeses y sevillanos; y éste lleva a los pasajeros a cualquier sima de la estepa aragonesa, un destino bastante menos apetecible, por cierto. En este país, lo de viajar en tren se ha convertido en un deporte de riesgo.

Así que no hay añoranza sentimentaloide cuando uno recuerda los viajes en aquellos trenes de vía estrecha que hacían el trayecto Bilbao-Santander. Eran sobre todo útiles: el recorrido servía para comunicar algunos de los valles más inaccesibles de los territorios vizcaíno y cántabro, como bien reflejaba el subir y bajar de pasajeros en cada una de las decenas de estaciones que salpicaban la vía férrea. Lo que demostraba que el campo no era sólo lugar de visita para domingueros.

Además, rompían cualquier consideración sobre el tiempo, magnitud inmensurable en aquellos viajes: el tren salía puntual de Bilbao; llegaba a Aranguren con media hora de retraso sobre el tiempo previsto; y después de una increíble recuperación en la subida al puerto de La Escrita, dejaba a varios viajeros en el anden en la última parada vizcaína, Carranza. Eran viajeros confiados en que se iba a cumplir el horario oficial, cuando a esas horas el tren ya estaba en tierras cántabras, en previsión de futuros retrasos.

Si el tiempo no tenía medida, tampoco contaban con capacidad de sonrojo maquinistas, revisores y jefes de estación. No merecía la pena la queja por retrasos o antelaciones sobre los tiempos de ruta señalados; y mucho menos, discutir sobre el microclima del convoy, que bien respondía siempre a la expresión conocida de “temperatura ambiente”.

Y si un día, como ocurrió en más de una ocasión, había que bajar del tren en marcha porque se había quedado sin frenos, a ninguno de los viajeros se le ocurría apuntar una sola queja. Era uno de los riesgos del viaje que, a pesar de transcurrir por el llamado primer mundo y en una geografía más o menos amable, dejaba atrás al Transiberiano en porcentaje de riesgos por kilómetro recorrido.

Aquel tren, que ahora es casi siempre puntual y tiene aire acondicionado, ha perdido el atractivo de lo inesperado. Eso sí, el amante de emociones fuertes siempre puede montarse en cualquiera de esos engendros posmodernos con nombres de siglas o en la privatizada red ferroviaria británica (aquella que era la mejor del mundo cuando era pública). Yo, de momento, si voy a Zaragoza, iré andando.

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