ISSN 1578-8644 | nº 39 - Mayo 2003 | Contacto | Ultimo Luke
Bestiario
josé morella

César Aira es un escritor extraño. Sus textos son extraños: exteriores, ajenos, de algún modo extranjeros. Acercarse a ellos es acercarse a laberintos que se convierten en cucharas que se convierten en dragones. Sorpresas. Hay novelas suyas (tiene muchas, todas siempre cortas o muy cortas) que son verdaderos textos transformistas. Parece seguir un único procedimiento, que consiste en que nada acabe pudiendo ser previsto por el lector. Como todo lector es un experto, hasta cierto grado, en la lectura, todo lector espera cosas. Ya lo decían los teóricos de la llamada estética de la recepción, H.R Jauss y compañía: la literatura se basa en la ruptura de expectativas. Pero Aira va más allá. No se trata de que el lector espere que el asesino sea A y acabe siendo B, o de que lo que pensábamos un personaje malvado sea al final un personaje lleno de dignidad que ha acabado como criminal por culpa del fatum o del gobierno. Es algo más radical. No son los detalles de la historia lo que cambia, sino la estructura misma de la historia. Parece que echara dados cada dieciocho páginas y decidiera, al azar, que lo que era una novela negra dejara de serlo y se convirtiera, qué sé yo, en un poema en prosa. Ejemplos claros son La Prueba o Cómo me hice monja. En la primera, dos chicas punk paran por la calle a Marcia, una virgen gordita y naïf, y le proponen “coger”, ya que una de ellas se ha enamorado perdidamente al verla pasar. Este hecho resulta ser la cosa más rara y digna de mención que a Marcia le haya ocurrido en sus mediocres dieciséis años de vida, de modo que introduce a la chica en un abismo de extrañamiento, del cual no saldrá en todo el cuento. Durante unas cuantas páginas simplemente ocurre que las tres se van a un local donde charlan mientras Marcia toma un helado, las punks en un tono agresivo y nihilista y Marcia en un todo ingenuo y casi estúpido. Finalmente las punks, antes de que Marcia se vaya, le proponen que asista a una prueba de su amor, y ella acepta. En ese momento el texto se vuelve otra cosa, una pesadilla alucinatoria. Las dos punks son dos monstruos que convierten en monstruo, a través de su mirada de testigo de la prueba, a Marcia. Asesinan a cientos de personas en un centro comercial con la frialdad y la seguridad de comandantes de las SS en campos de concentración hasta que salen del local las tres juntas, con todo el dinero de las cajas mientras decenas de personas arden en piras azules, otras yacen sin cabeza, otras tiroteadas. La sensación que se tiene al terminar el texto es la de que no hay ningún mensaje moral, ninguna cosa que decir. Sólo hay que extrañarse. Parece que la novela, en lugar de acabar así, como una película de terror, podría haber acabado con un matrimonio de lesbianas en Holanda. Da igual. Nos hubiéramos extrañado igual. Aira habría conseguido hipnotizarnos del mismo modo, haciéndonos preguntarnos por qué sus pedazos de textos cosidos, sus “frankensteins” a los que se les ven las costuras, son obras mayores. Lo que viene a decir Aira es que toda novela es un monstruo. Un individuo único en su especie, que es como definía Aristóteles al monstruo. Un género literario en sí mismo. El mismo Aira, cuando habla de qué es para él la literatura, nos dice que el escritor es un amateur, y que todo escritor debe "apoderarse del olvido", es decir, olvidarse de la tradición. Escribir como si no fuera escritor. Como si nadie hubiera escrito antes que él, aunque ni sea cierto ni pueda escribirse así. Pero Aira insiste en el “como si”. “La vanguardia”, dice, debe devolver “al arte la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes (...) La herramienta de las vanguardias, siempre según esta visión personal mía, es el procedimiento (...) En realidad, el juicio no importa. La vanguardia, por su naturaleza misma, incorpora el escarnio, y lo vuelve un dato más de su trabajo. (...) Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran”. El ejemplo que Aira usa es el de John Cage, músico sin predisposición para la música. No sabe por qué quiere ser músico, y no es bueno, y por ello consigue ser músico. No tiene ninguna razón para ser músico, y por eso, al tener que inventar sus razones cada vez, se convierte en un músico original que no se limita a hacer músicas distintas que son repeticiones hasta la saciedad de estructuras tradicionales. Aira parece harto de un modelo de autor sabio, de conocedor, de profesional de la cultura: “no se trata entonces de conocer sino de actuar. Y creo que lo más sano de las vanguardias, de las que Cage es epítome, es devolver al primer plano la acción, no importa si parece frenética, lúdica, sin dirección, desinteresada de los resultados. Tiene que desinteresarse de los resultados, para seguir siendo acción”. Escribir es actuar. Eso le pasa a Varamo, el protagonista de la novela del mismo nombre, en la que Aira cuenta otra historia extraña, inverosímil y alucinante. Varamo vive con su madre. Son inmigrantes chinos en Panamá, y Varamo es funcionario y aficionado a la taxidermia. No ha escrito en su vida. No ha leído en su vida. Y en un solo día le ocurren una serie de acontecimientos que le llevarán a, durante la noche que sigue, escribir una obra literaria que será celebrada como la obra maestra de la poesía centroamericana. Varamo simboliza perfectamente la vanguardia de la que habla Aira. El escritor que no lo es y, por eso mismo, no escribe. Sólo actúa, hasta que, gran paradoja, esa actuación le lleva a escribir una obra maestra. Suena inverosímil, suena raro, pero déjense llevar. Sorpréndanse. Lean a Aira.