ISSN 1578-8644 | nº 40 - Junio 2003 | Contacto | Ultimo Luke
Bestiario
josé morella
No es imposible, aunque sí cínico y deshonesto, hacer un comentario crítico sobre un libro que no se ha leído, y del que apenas conocemos unas líneas fuera de contexto, el título –Todas putas-, el nombre del autor, Hernán Migoya, y el eco del revuelo que durante unos días se lió a propósito de la obra. Por todo ello no vamos aquí a hablar de ese libro, sino de otro recientemente publicado que quizá nos ayude a entender por qué a estas alturas de la historia empezamos una caza de brujas (otra más) en la que quemamos en la hoguera de la corrección política a cualquiera que escriba algo que escandalice a la opinión pública, a la que cabría diagnosticar una grave dolencia: anorexia intelectual.

El libro al que nos referimos es Comunidad, de Zygmunt Bauman. El filósofo y sociólogo polaco nos ofrece una muy nítida descripción del funcionamiento de nuestras sociedades, tan lúcida y tan sencilla que, al principio, nos inmoviliza con su claridad. Cómo no me había dado cuenta antes, pensamos, cómo al ver todas las cosas que explica Bauman (porque las reconocemos, las hemos visto, o mejor dicho, vivimos en ellas, son para nosotros como el mar para los peces) no he entendido mejor lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Bauman nos explica, entre otras muchas cosas, que en un principio la modernidad pasó por una fase que ahora está agotada, la fase sólida, en la que los estadistas proyectaban un mundo óptimo que habría sido posible gracias a la brújula de la justicia social y un rígido código ético. Ahora, hundido el barco, vivimos en una fase líquida, en la que el horizonte de expectativas no es la justicia social sino los “derechos humanos” (se protege lo mínimo que quedó del desguace en lugar de aspirar a una justicia máxima), y donde lo esencial no es la ética sino la estética. No lo bueno sino lo bien visto. En este contexto crece la planta venenosa llamada corrección política. Esto quiere decir que, por ejemplo, en un país como Estados Unidos, donde nació la corrección política y donde hay pena de muerte, el corredor de la ídem está lleno de negros mientras que nadie pronuncia ni escribe la palabra “negro” porque hay que respetar a las minorías étnicas. En la fase anterior se valoraba la sustancia del mundo, y en la actual se valora su forma. Ahora se trata de valorar la diferencia. Hay más diferencias que nunca, más minorías que nunca. Bauman nos explica que las minorías étnicas trabajan, sin saberlo, dominadas por el verdadero poder actual, que no es el poder político. Ha habido una separación entre poder y política. Mientras la política actúa a nivel local (conflictos terroristas, nacionalistas, de género, de raza, de clase social...) enzarzada en cientos de pequeñas guerras, unas más grandes y otras más pequeñas, unas transversales –dentro de una misma sociedad- y otras entre sociedades distintas, el verdadero poder, que usa todos esos conflictos para despistar al resto de la humanidad del verdadero problema, está totalmente separado de la política: está desideologizado, deshumanizado, desterritorializado. No se le ve, no se le toca. Es un poder que no es de ningún país. Se trata de un ejército de ejecutivos que, vayan donde vayan en sus viajes por todas las ciudades de negocios del mundo (París, Tokio, Londres, Nueva York, Sao Paolo), visten igual, viven en el mismo tipo de hoteles, van a los mismos gimnasios, comen lo mismo, van al mismo tipo de fiestas, usan las mismas máquinas y los mismos teléfonos móviles. Son una patria líquida, sin ideología reconocida (aunque son la nueva gran derecha, claro está), y carecen atroz y absolutamente de prejuicios morales. Igual despiden de un telefonazo a diez mil obreros (operarios, les llaman ahora), que trabajan con niños en India o la selva amazónica, que vierten residuos en los mares y los ríos, lanzan opas hostiles, mantienen embobada a toda la población occidental con sus modas y sus programas de televisión vomitivos, con su basura informática, con su publicidad vacía. Todas sus empresas son carcasas de empresa, escaparates en internet. Detrás no hay nada. Sólo imagen, sólo estética. Si no se lo creen, llamen al teléfono de reclamación de cualquiera de esas empresas (Telefónica, por ejemplo) e intenten hablar con alguien que les resuelva algún problema.

Se darán cuenta de que la empresa, físicamente, no existe. No hay oficinas que visitar, no hay trabajadores que trabajen para ella. No hay nada. El mundo de hoy es un esqueleto de industria que convierte en archimillonarios a cuatro gatos y hunde en la miseria al resto. Bauman explica en su libro algo alucinante: hace diez años, un director de empresa ganaba de media cuarenta veces más que el último empleado. Hoy gana cuatrocientas veces más. Es el empresario global, cuya ausencia de escrúpulos en lo tocante a asuntos sociales y cuya obsesión por la estética personal recuerdan a los nazis que escuchaban música clásica después de meter a miles de personas en las cámaras de gas. Si hay que hacer caso a Bauman, son estos vampiros los que han creado lo que se podría llamar “democracias débiles” de occidente. Se trata del viejo truco del divide et impera. Se fragmenta el mundo en decenas de minorías, se deja que se peleen entre ellas y se queda uno con todo el botín mientras tanto. Bauman explica cómo los miembros de una minoría étnica están doblemente presionados: por la mayoría, que los explota y los anula, y por los líderes de la minoría, que les obligan a luchar sin pausa, a ser constantes y militantes durante las veinticuatro horas del día. La corrección política es el campo de batalla de la lucha. Y es en este contexto donde tenemos que entender los ataques a Hernán Migoya y su libro. Vamos a ver. El protagonista de su narración es un violador, que explica el mundo desde su punto de vista de violador convencido. Y nos preguntamos: ¿cuántas novelas, películas, series de televisión, dibujos animados, obras de teatro, anuncios deberíamos censurar? ¿Hay que prohibir los cuentos infantiles donde hay lobos y caperucitas, donde hay barbazules, donde hay vampiros sensuales? ¿Lolita, de Nabokov? ¿Sade? ¿William Faulkner? ¿Kika o Hable con ella, las películas de Almodóvar? Por no hablar de la violencia en general. Censuremos toda violencia y desaparecerán no libros, sino géneros, medios de comunicación enteros. La tele, los diarios. La Biblia es puro derramamiento de sangre. ¿Es que nos estamos volviendo todos locos? ¿Tan estupidizados estamos? Vivimos, como dice Rafael Sánchez Ferlosio, en una democracia vergonzosa. Aquella en la que la ausencia de libertad alcanza la máxima expresión posible dentro de una democracia. En un país como el nuestro, donde tres generaciones han tenido que leer entre líneas por culpa de una dictadura de cuarenta años, ¿van a empezar a aparecer temas tabú, ahora que empezábamos a superar nuestros pequeños complejos? En el bestiario no hemos leído Todas putas, pero quizá la malvada perspectiva del protagonista nos podría hacer reflexionar sobre el problema de la violencia, como lo han hecho cientos de personajes literarios malvados durante toda la historia de la literatura. Quizá no, y quizá Migoya sea sólo un mal escritor un poco escandaloso, pero eso, y tener que recordarlo, ay, nos duele mucho, no es censurable. Por eso estamos un poco asustados. No se trata de un aquelarre aislado. Hace poco un diseñador de moda, David Delfín, se vio censurado e insultado por hacer aparecer a sus modelos con Burka. Aparte de poética, la imagen de una modelo occidental (casi siempre un maniquí, un monumento a la ausencia de pensamiento crítico) portando símbolos de los principales conflictos del mundo actual y obligándonos a pensar el significado de los mismos es un gozo para los espectadores sensibles. Por fin un diseñador políticamente comprometido, y van y lo destrozan. Si Bauman tiene razón, y pensamos que la tiene, estamos convirtiendo nuestra libertad de acción y de pensamiento en briznas miserables de resentimiento dentro de pequeñas batallas para nada, mientras los hombres líquidos nos chupan la sangre hasta los huesos y, como la preclara bruja Avería, gritan aquello de viva el mal, viva el capital.