ISSN 1578-8644 | nº 41 - Julio / Agosto 2003 | Contacto | Ultimo Luke
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"Estación en estado estacionario"
luis arturo hernández

Johnson vs. Cravan

A un año de la inauguración de “Artium”, la memoria se obstina en imaginar –todo recuerdo es una fantasía cuyos pies arraigan en el pasado- el solar desolado sobre el que se elevó la vieja Estación de Autobuses de Vitoria, y en ese viaje que, como en un ómnibus, comparte con sus conciudadanos, el autor desentierra, como un resto de arqueología literaria, Estación en estado estacionario, que ya viera la luz en su día en la prensa local, para rendir homenaje a lo que pudo haber sido y no fue. Porque, para buena parte de la población vitoriana que encontró a través de ella su punto de fuga, la Estación de Autobuses permanecerá irremisiblemente en estado estacionario.

ESTACIÓN IBARROLA


Fotos: José María Parra

Surcado de traviesas, como peinado a raya, el armazón de vigas del tejado se antoja la vía muerta de un funicular imaginario. De tejas para abajo, la antigua estación se diría un monumento histórico en ruinas, cuatro paredes expoliadas de puertas abiertas y ventanas vanas bajo el cielo raso de un cielo raso. Un par de grúas -reverdecidas y trepadoras espadañas de ingeniería- velan por su conservación, con sus rígidos brazos de espantapájaros, como un vigilante jurado. No es de extrañar, por ello, que el conjunto pretendiera ser bautizado con el sobrenombre de Ibarrola, quizá por su cadencia obrera, tal vez por su decadencia proletaria, acaso por su decaimiento obrerista y militantón.

Durante el invierno un toldo hecho de retales, un telón de función de cómicos de la legua, ha ocultado al curioso las miserias de una historia interminable. Los árboles de un bosque polícromo y animado -columnas de un peristilo de colorín- no dejaban ver sino la sala hipóstila de un bosque bidimensional.

Con la llegada de la primavera, retirada la lona del traje del espantapájaros, el paseante ocioso mira hacia lo alto y cree oír, como si se acabara de destapar la jaula del loro, una algarabía de pajarería. Y es que el edificio tiene, así de alicaído, una agitada vida de aviario, con gorriones burlando reincidentes las redes de seguridad del estado de la Restauración, golondrinas que garabatean el aire, airadas, con chillidos de plumón de tiza entre los barrotes de mecano-tubo y palomas asomadas al ojete miope del columbario del frontispicio.

El rigor sombrío, aun en los días de sol, de aquella estación de fachada entre conventual y castrense, con aires de arcada vascongada -entrada porticada con montantes de medio punto-, se ha trocado en mueca decrépita tras su operación de vaciado completo. El transeúnte quisiera viajar -en el tiempo, esta vez- a las tripas de la vieja estación para aturdirse con el ambiente bullicioso y añejo del vestíbulo, junto a las taquillas de los billetes enjutas como celdillas de un selecto terrario de la fauna regional, bajo la balaustrada de madera -mitad coro, mitad camino de ronda-, del pasillo de las oficinas, pero se siente impelido por la escalerilla mecánica de la inercia del porvenir y no añora siquiera -¿por qué había de hacerlo?- la atmósfera untuosa y provisoria, interina y dicharachera de un bar híbrido de cantina y hospedería.

Si algo recuerda, pávido, con runrún en la sien y paladeo de náusea, es el andén en cuyos alvéolos asfaltados a más no poder venían a atracar los coches de viajeros, a repostar como gasolinos transbordadores junto a la estación de servicio aledaña. El muelle, cree recordar el viajero, era una cancha de frontón, un cobertizo de pelota vasca, cubierta caballeriza -casa de postas motorizadas- en la que paraban con relinchos y piafar de frenos, resollando con fatiga, entre ventosidades de monóxido de carbono y fervor de aceitados excrementos los caballos de fuerza de los coches de línea. Todavía se podía fumar, y comer y beber, y cantar, y hablar con el conductor -improvisado cuarto de estar rodante entre las cartolas de un carromato, aunque renqueante, diligente-. El cochero podía asistir entonces, en la hora incógnita y pasajera de la madrugada, a la aparición, sombra sobre sombras -oscuro manteo, centelleo de forro de pan de oro viejo-, del pastor protestatario de las botas de siete hebillas, fumador empedernido con el morral al hombro, -trasportín de sueño, porteador de sueños-, rumbo a Vergara, o a Estella, o a donde fuere menester, o pararse a los pies de la muchacha de más allá de las montañas que cierran la llanada alavesa por el norte, en el kilómetro 400, donde comienza el atardecer, en un cuento de Ignacio Aldecoa.

Atolondramiento y desasosiego de mudo cinematógrafo en el devenir de unos personajes que atravesaran a escape la Entrada de Viajeros dispuestos a Todo por la pasta y, acto seguido, en el plano siguiente, dieran el Salto al vacío de un fundido en blanco sobre un cementerio improvisado a sus pies por arte de birlibirloque.

OTEIZA GELTOKIA


Fotos: Javier Berasaluce

No nos parecía, aunque la viéramos de lejos, una simple fosa común. Diríamos más bien, pese a su blancura cimiterial, un agujero negro que hubiera engullido al albur la trasera de la estación, con sus cocheras, sus viajeros y empleados, sus ocios y sus negocios. Como si todos los que nos asomamos al andén alguna vez hubiéramos emprendido el Viaje a ninguna parte, como si nos hubiera tragado la tierra entonces para siempre. Por eso nos viene ahora esa imagen aleve y funérea. Y se nos antoja pensar que los letreros publicitarios expuestos a la intemperie, con el falso pudor de reclamos pasados de moda, tenían entonces algo de etiquetas de una prenda de entretiempo con el forro vuelto del revés, un tono amarillecido –y como de lejía- de instrucciones para el lavado en la trinchera del viajero provincial, acaso de adhesivos prendidos al baúl de un turista desactual. Se adivinaba en ellos un cierto aire de petroglifos conservados en ámbar y exhumados de la gran excavación, con algo de vestigios fosilizados del marquetín de post-guerra expuestos en algún museo de arqueología urbana, y olor a reliquias y escapularios -filminas eternizadas en la pared trasera- de un santoral heteróclito e improbable.

Nos asomábamos con la parsimonia que otorga el día festivo a la gran cubeta de hormigón, como de volquete encofrado y etéreo, a esa piscina probática de la estación de las lluvias con circunspección de embalse municipal -uno más de los tantos que anegan la ciudad-, amparados, nosotros, en el subterfugio de no ser los primeros, y al punto experimentábamos la solidaridad tácita y prorrogable de varios, bastantes, demasiados inspectores voluntarios de obras paradas, mirones de vallas sobre quienes Ramón Gómez de la Serna dejara escrita su jovial observación: El mirar por una valla tiene su ritual obligatorio, mucho apegamiento al maderamen, ningún aspaviento, largo mirar como si estuviesen solos.

Cuando reincidíamos, con la desenvoltura de los habituales, nos felicitábamos -un ademán de complacencia basta entre iniciados- de que “aquel a quien corresponda” haya habilitado observatorios desde los que percibir las variadas perspectivas de ese cubo virtual -translúcida urna cineraria hipertrofiada, macrotetrabrik de Pandora-, esa caja metafísica vaciada en hormigón, el vacío cuatridimensional e indoeuropeísta de un cromlech enterrado -principio y fin de todo lo vasco- que clama a Oteiza.

Y silenciábamos para nuestros adentros este descubrimiento particular, no obstante, a los mirones bípedos que en la ciudad poblada de miradores -no podía ser menos- cuadriculan sus vistas agarrados a las vallas de tablas del bosque inanimado, aquejados de horror vacui, como a los barrotes de las verjas de un parque zoológico.

GARE DE MAGRITTE


Foto: El Periódico de Alava

Al alejarnos, a la recíproca, no podíamos soslayar la sensación de estar siendo observados por la arquitectura multióptica -por cuanto era toda ojos-, de ser objeto de la curiosidad de un edificio con una nube en un ojo y anteojos de patillas de mecano-tubo azul celeste -palitroques del bosquecillo metalizado de la urdimbre de una pajarera en color añil, por cuanto llevaba más de un año sin retirarse el tingladillo-.

Oscurecía, y bajo el hechizo de la hora bruja, sentíamos el antojo de esa paradoja óptica del andamiaje de azulete que ve virar su tonalidad hacia el azul de Vergara, o el azul Bilbao, o el azul Velázquez de la carretera de Madrid, ese tabanque de marionetas de tamaño natural que, en los días de faena, supervisase el ojo que todo lo ve manipulando las grúas, enclavados sus titánicos brazos en los ojos birojos y ciclópeos de la estación -vigas entrevistas en ojos ajenos- como violetas, violentas veletas de gallos degollados, erguidas como las alas esclerotizadas del ángel de la Nueva Victoria por cima de una Vitoria post-industrial.

Y no podíamos evitar la desenfadada pedantería de que el citado trampantojo nos guiara, libre y asociacional, hasta el surrealismo de línea clara de Magritte.

LAS CUATRO ESTACIONES

Empantanadas las obras de la estación de autobuses de la ciudad, durante las cuatro estaciones, -su quebrantada salud en estado estacionario-, entonábamos el mea culpa por nuestro cosmopolitismo de boquilla, por nuestra declarada querencia aflamencada, por la manifiesta europorosidad que nos desazona amable, grata, gentil/mente.

En el ocaso, la mirada tan sólo percibía de la vieja dama estacionada la imagen de un rancio y polvoriento álbum de fotografías del que hubieran sido arrancadas precipitadamente, con la urgencia del bombardeo inminente, todas las instantáneas -siluetas fugaces, raudas angustias, sonrisas prófugas- grabando sobre el fondo la evidencia de su ausencia.

Es más, al doblar definitivamente la esquina tan sólo conservábamos en la memoria un monumental passepartout de tres dimensiones, agigantado e intimidatorio cual grabado de novela gótica, como un recortable a través del que pasara -inocuo, inicuo- el tiempo itinerante y deleznable.

Y más que el mago belga del superrealismo se nos venía entonces a las mientes la obra pictórica de algún hiperrealista local. Y yo aún diría más. Del hiperrealismo local.