ISSN 1578-8644 | nº 35 - Enero 2003 | Contacto | Ultimo Luke
"Un trasatlántico en la Ría"
luis arturo hernández

Aviso para navegantes (nota de la Redacción):

Rescatamos este artículo -publicado en una revista de escasa difusión en vísperas de la inauguración de Guggenheim Bilbao- con motivo de la celebración del V Aniversario del citado Museo. Lamentamos, asimismo, que el hipotético y disparatado fin de fiesta con que su autor fantaseaba al final de Un transatlántico en la ría resultara dramáticamente profético, confirmado por un atentado terrorista que se saldó con un muerto.

De Nueva York ha venido un barco cargado ¿de ...?, es la adivinanza con que las añas añosas de esa ciudad inquieren a las niñas de sus ojos, en su paseo matutino por el arenal, con entonación pueril, tensando la sonrisa como si fuera la goma elástica de un tirachinas y alargando la letra e con un suspense ridículo y redicho. Y el garzón, su ojito derecho, el pupilo de estas añas antañonas y puntillosas -por como llevan de puntillas acribillado el delantal- se remueve incomodado por el acertijo requetesabido y obvio de su apastelada nurse, en su cochecito de niño, con rabieta de barquilla zarandeada por la galerna, como una góndola anfibia a trompicones por el paseo. Y es que hasta las criaturas de pecho con las que apechugan las nuevas amas de cría, marsupiales y sintéticas doncellas de alquiler, se han aburrido de escuchar hasta la saciedad que el barco aparcado en el corazón de la noble villa es otro museo. Esa ciudad, vanidosa como una vieja dama, oronda señora de una burguesía polvorienta asomada al mirador de un entresuelo con vistas al mar, se ha dejado hacer el amor por un caballero de fortuna, foráneo y de renombre, seducida por el presente de su colección de arte y, afortunada y dichosa, ha permitido al cazador de dotes filtrársele hasta la cocina por la vía de agua de la ría, flechazo manso y senil como un rayo verde, amustiado brazo de mar que se adentra en la enagua de la ensenada de la ubérrima urbe. Es el nombre de ese gentilhombre el que los lugareños pronuncian apretando demasiado el morrito, con un soniquete de balbuceo infantil. Y es que casi todos los grandes magnates del mundillo artístico, esos mecenas gagá del extranjero que veneran los oriundos de aquí, ostentan apellidos que pronunciamos -gu-gú- con dicción de mamoncillos - Guggenheim, Gulbelkian-, como si deletreáramos los títulos de crédito de productores de películas para todos los públicos.

Este museo, sin embargo, se le antoja al villano de a pie una embarcación nacida, no sabemos si por generación espontánea, bajo los auspicios de una matrona impúdica, sobre un muelle del abra de esa ciudad, en un alumbramiento repentino y prematuro, como si acabara de llegar a buen puerto tras la singladura imaginaria de romper aguas, estacionado en el astillero de una de las márgenes como un punto y aparte, a la espera del desguace antes siquiera de haber sido rematado, con la proa encastillada a modo de catapulta sobre el puente votivo de Dios salve a la Reina - y Madre de Begoña-, y el tableteo de persiana sacudida que provocan foques, jarcias o cualquiera otra palabreja de la endiablada jerigonza de la lengua de la mar, cuando sueña con barlovento el barquito en la bahía.

El caso es que apareció un buen día, de la noche a la mañana, encallado a orillas de la ría, con el desamparo de un ballenato huérfano, perezoso y corpulento, fruto de la pasión tempestuosa y desatada de cetáceos transatlánticos. Algunos nostálgicos creyeron ver en el recién nacido expósito la señal del inminente retorno del acorazado Potemkín, famélico y en los huesos, que resurge potente otra vez, abandonado a la deriva en esa ciudad, con tanta clase como tiene ella.

Ya sea un Titánic apócrifo, esquelético y consumido por la fauna hiperbórea tras el hundimiento, que emerge envuelto en la flora intestinal del Mar del Norte, como un barco de resorte en la caja sorpresa del océano, o sea el Maine vergonzante, reflotando con chapuzón de juguete de plástico sumergido por la fuerza en una bañadera, precintado de sargazos de poleas y lianas calientes como latiguillos de negrero, raquítico y con el costillar abombado, que devuelve la visita, reconcomido por una rémora de tiburones acorazados -acerados torpedos de afilada aleta-, en busca del último superviviente de la Guerra de Cuba; sea la calavera de la carabela exhibida en un pabellón pirata de la Feria de Muestras, o sean los restos arqueológicos de un galeón cualquiera de la Armada Invencible, el inglés que vino a Bilbao se planta ante el edificio en construcción con la flema de quien hace cola frente a la taquilla de un transbordador que se hubiera demorado excesivamente a la hora de zarpar hacia la pérfida Albión, en su viaje semanal rumbo a la vecina Portsmouth, al otro lado de la charca cantábrica.

Y pese a esa brisa marina que lo aureola, a pesar de esa atmósfera irrespirable y abisal que lo emborrona con gasas de niebla y polución diurna, al lugareño que deambula en busca de una vivienda la nueva obra arquitectónica se le antoja una colmena de apartamentos en primera línea de playa, y si le fuera permitido comprobaría in situ la distribución del pisito, recorriéndolo con la pasmosa y menorizada curiosidad de un Pepe Isbert que suspira por una habitación propia, una habitación con vistas a la calle en esa manzana piloto con que tienta al aborigen una inmobiliaria extranjera y que el cicerone le muestra, sobre catálogo, con una ubicación privilegiada, en pleno centro de la ciudad, numerosa de galerías, chaflanes y balconadas de popa, de tejados alabeados, a varias aguas, con algo de pista de skate board, que propenden a circunvolución y vértigo de montaña rusa, todo exterior, tan exterior como que a la sazón se reduce a una cuadriculatura ciclópea de ojos de buey argonáuticos estabulados en los vanos que libra el armazón de la estructura envanecida por sobre los cimientos, entonces el viandante sería la envidia de tanto menesteroso como hay sin techo bajo La Farola, de tanto alma en pena que sueña con alcanzar el purgatorio fiscal de una vivienda de protección oficial, de tanto insolvente como desearía ocupar una viñeta vacante en esa Rue del Percebe, número 13, o acaso mejor sin número, por lo innumerable de los desahuciados que pululan por La Calle, sin una triste casilla que echarse a la espalda, siendo así que la incipiente edificación, entre club náutico arruinado al fondo del paseo fluvial y hotel de los líos desvalijado por sus propios clientes, multiplica el eco del precipitado abandono del yate por las ratas- en Vizcaya-, que precede al compacto desalojo en tromba de pasaje y tripulación prensados en unánime abrazo y que elevara hasta cotas inusitadas la densidad de superpoblación del camarote de los Hermanos Marx.
En esa ciudad en la que, por razones eurítmicas –euro-rítmicas- o ecu-ménicas, la reconversión industrial parece haber propiciado el apagón de los altos hornos y la clausura de los astilleros, anulando definitivamente la fuerza de resistencia prescrita por la ley del tirachinas de rodamientos de acero frente al dinosaurio que desmantela la mesa del menú del día obrero, es ahí donde se alza, sobre ese paisaje después de la batalla campal, la estructura metálica monda y lironda, miniada en sangrecilla con sinapismos de tintura de yodo -sombras en la batalla-, anterior al embalaje de papel de titanio doméstico, de un navío varado de por vida, clavado como lanza en astillero de armador, cual marinero de luces arraigado en tierra, carcasa de sirena varada, marino que perdió la gracia del mar.
Es esa urdimbre de manualidad de palillos -verdadero trabajo de chinos-, que parece estrujada por el apretón de unas manos torponas, por la deficiente psicomotricidad del dios Neptuno -incapaz de juegos de manos sin renunciar al tridente-, esa trabazón de vigas, andamiaje faraónico de la mastaba de sí misma, que recuerda al paseante el galimatías de hilillos entrecruzados en que parecía abismarse antaño el hippy en un ejercicio de contorsionismo mental que hace perder su indostánica paciencia al gurú más majarachi, es en definitiva ese agigantado expositor de tarjetas postales el que aspira a albergar una colección de arte cosmopolita, estremecida y convulsa, como si no se hubiera sobrepuesto aún de la impresión de un reciente movimiento de tierras.
Esa señorona ostentosa, pagada de sí misma y de sus viejas glorias, aposentada sobre el insalubre caño de agua semicorriente de la ría, en la que hace sus aguas menores, que van a dar a la mar, que es el morir -y eso sí que son aguas mayores-, se sacude la oscura caspa de la carbonilla al asomarse al álbum tridimensional del niño caprichoso, multimillonario y consentido, acomodado en su regazo, que sólo le muestra, en su colección de cromos en color, los que se le antojan o le vienen a la mano, o el taco de los repes en el peor de los casos.
Qué obra maestra del arte conceptual resultan las obras inconclusas, paradas en la prorrogada hora del bocadillo de un fin de semana, los trabajos interrumpidos de un museo vaciado en hierro, expoliado tras una noche de guerra en el Museo de la Huerta de la Villa, sin los afeites de crema facial y mayólica del vecino teatro que cuarteara un pompón desmaquillador, amenazante como la bola inexorable de los derribos, bombardeado por los vencejos de la aviación alemana haciendo tirabuzones acrobáticos por sobre unos chimbos que apenas se defendieran con su exhibición de aeromodelismo y cocotología.
A ese artefacto, pinacoteca flotante con glamour de engalanado vapor del Misisipí, se acercarán en su día, celosas y enfurruñadas, las gabarras, las chalupas y hasta las traineras del equipo artístico local, como barcas de bucaneros de la cornisa cantábrica lanzados al acoso, abordaje y derribo de la madre nodriza, esa madrastrona con el séquito de los 101 chinchorros de la navegación de cabotaje, que ladran, luego existen, -ladran, luego navegamos, amigo Santxo, en versión local subtitulada-, entonando a coro, cual remeros del Volga, su himno guerrero -vale más una bilbainadica, con su cara bonita, con su gracia y su sal, con su gracia y su sal..., que todas las americanadas, con su inmenso caudal, con su inmenso caudal, con su inmenso caudal-, abucheando con sus salvas de artificio al buque insignia de la marina mercante del Arte, fondeado como un lamparón en la solapa derecha de la ría -corbata muscínea estampada con mariposas de aceitazo y floripondios de vinilo-, y custodiado por las lanchas guardacostas de la comandancia de la Marina del Norte.
Qué lástima que la fatalidad capitalina y financiera exija que se consumen las obras, que se consuman los plazos, que se haga presente al fin el día aún hoy remoto de la botadura de gala, con banda y música y el dispendio de quien no repara en gastos y tira la casa por la ventana en los fastos de la inauguración, entre la algarabía ferviente y jovial de esa kermesse de pasajeros y marinería imbricados bajo el cañamazo de gallardetes multicolores, colgados al sol con la falta de pudor de una colección de tangas de los mares del sur, y el trabalenguas de la diplomacia internacional sobre el puente de ordeno y mando, y nos veamos impelidos, siquiera sea de manera indulgente, a presenciar el desfile de autoridades, aclamadas con banderines de papel moneda, en un remaque de Bienvenido, Míster Marshall, durante el improvisado número de funambulismo sobre la pasarela de acceso, constreñidas ellas por la abigarrada y variopinta multitud que, desde el clásico clochard crítico del arte, que fuma en pipa con ademán de viejo lobo de mar, al ujier del Almirantazgo, apuesta a porfía por el paquebote o el “pa que no bote”, entre el vocerío de un ochote barbísimo que se desgañita coreando desde el mismo comienzo de la ceremonia, con cacofónica euforia, su tan bien traído estribillo -paquebote, paquebote, Guggenheim el que no bote-, al tiempo que planea sobre el casco del barco el casco de una botella, bautizada con denominación de origen de la ciudad y como arrojada al mar entre los pecios de un naufragio en plena cornisa cantábrica, cual bote salvavidas cuya vida pendiera de un hilo, columpiándose con vaivén de metrónomo de gorra legionaria, justo en el momento en que la siniestra mano del aguafiestas de turno, morral en ristre, lanza contra el buque, para que rebote -paquete de caramelitos envenenados- su bouquet de pólvora y magnolias.
O, tal vez, nada sea óbice para que la nave zarpe de la rada sin zozobra alguna, superados los primeros escollos, dispuesta a emprender un largo y azaroso crucero por entre los arrecifes del siglo venidero, en afortunado periplo, en la egregia singladura de una navegación de altura rumbo al atolón del final de la Historia.
Eppur, la nave va.