ISSN 1578-8644 | nº 35 - Enero 2003 | Contacto | Ultimo Luke
Bestiario
josé morella

Hoy queremos hablar de Francisco Pino, poeta de una estirpe imposible, recientemente fallecido después de una vida dedicada casi exclusivamente a una especie de difuminación poética. Poeta experimental, nada prudente, que nunca pretendió permanecer en la memoria de los hombres. Se encerró en su poesía como un caracol en su concha, y su voz se rompió hasta pulverizarse en una nube de las que tanto le gustaba hacer aparecer en sus poemas. Su rúbrica se encuentra desperdigada por multitud de verso como este: “Equivocarme, oh miel”. Maurice Blanchot ha descrito al escritor como un atormentado que vive constantemente entre dos peligrosas aguas en las que podría ahogarse: la esterilidad del no atreverse a decir y la excesiva compactación o concreción de su propio discurso, que lo eternizan y lo fosilizan, es decir, lo aniquilan como creador porque convierten su obra en una losa terminada e intocable. Según Blanchot, no es que el poeta no tenga nada que decir, sino que todo lo que tiene que decir está a disposición de la nada, que es la única verdad no perecedera. El escritor está llamado a una autoinmolación para dar entidad a esa nada que es la creación más auténtica. Debe derrochar todas sus fuerzas en el intento. En palabras de Blanchot, la obra del poeta debe ser aquella “que hace significativo el hecho de que no hay obra hecha”. “Si el libro no sirve para nada, aparece como un fenómeno de ruptura en el conjunto de las relaciones humanas, fundadas en la equivalencia de los valores intercambiados”, es decir, en lo que vulgarmente llamamos economía. Pino, en sus Textos Económicos, escribió: “... no cambio (...) la palabra por la cifra (...) ni el hecho cantable por el dato contable”. Otros lo han explicado de otra manera, como Roland Barthes y su famoso grado cero de la escritura. Hay muchos ejemplos en la literatura: el chillido de insecto de Kafka, la animalidad muda de la ballena blanca en Melville o la repetición infinita de lo libidinoso en Sade. El poeta desaparece con su propia obra y eso es lo único que le da derecho, paradójicamente, a aparecer. Clásicos serían, entonces, los que se esfuman. Pero no los que no dicen nada, sino los que dicen la nada. Francisco Pino se ha convertido en un clásico apenas leído, un santo franciscano, apóstol de una especie de “sinembarguismo” literario. Toda afirmación es incompleta, todo verso en sus poemas tiene un sin embargo. Lo perfecto lo agobiaba, hacía de sus poemas, los del principio, pedazos de metal. Por eso se hizo más experimental. Quería trozos de carne que se pudrieran, no neveras verbales. En sus propias palabras, “construir sobre el ala”, es decir, hacer castillos de palabras que se hundieran, que expresasen verdades tenues, edificios reparados, pecios en la arena de la playa. Quería quedarse, como él diría, en “el limbo de las haches”. Su obra se destila poco a poco hasta convertirse en un edificio humilde, casi miserable, pero vivo, en lugar de enorme y gélido. Su primera publicación en una editorial de una difusión considerable le llegó a los sesenta y ocho años, aunque había editado sus textos muy a menudo de manera casi simbólica, a veces con tiradas sin distribución real. Algunos críticos han dicho que sólo el riesgo del fracaso le motivaba, y que por eso exponía su obra constantemente a una especie de contragusto del consumidor. Creo que más bien es lo contrario. El tufo que, inevitablemente, persigue al éxito es lo que debía de darle pavor. La foto con sonrisa, el chantaje del gran público, la cátedra del docto, las palabras que se recuerdan, que se citan, la verdad muerta por congelada, lo que hay que pagar para recibir los minutejos de fama que todo hijo de vecino que junta dos letras se muere por disfrutar. “Por poeta me odié pues viví en vilo./ Supuse que volé, mas tuve un hilo/ que ató mis alas. Fue febril talego/ la poesía que cargué en mi vida./ Me arrojó de la luz de amanecida/ pero fue el lazarillo de este ciego”. Por eso él se quedó con lo pequeño como un clandestino de sí mismo, como un ermitaño que sólo conserva de su vida de burgués algunos fetiches: los poemas. Escribió cosas como estas: “¿Hay algo más hermoso que quedarse sin huellas?”. O “soy mi descampado”. O “Crear (...) es penetrar al fondo de lo oscuro y contemplar la oscuridad de cada cosa y luego olvidar las palabras...”