Sección: LITERATURA
Serie: El quintacolumnista
Título:
La Plaza del Castillo, inmolada
Autor: Luis Arturo Hernández
e-mail: luisar@espacioluke.com

nº 31 - Septiembre

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(En torno a Plaza del Castillo, de Rafael García Serrano, Bibliotex, 2001)

¿Usted cree que en Vitoria subirá mucha gente?’. El viajante dijo que no, tartamudeando, con lo difícil que es tartamudear sobre un monosílabo.

Rafael García Serrano, Plaza del Castillo

Una ardorosa juventud nacionalista dispuesta a dar o quitar la vida por su Patria en la flor de la edad, el turismo mortífero por España, la clandestinidad de las organizaciones ilegalizadas, la hegemonía de la letra k, atentados y algaradas, el desprecio de la política institucional y el desbordamiento del Estatuto de Autonomía, la conciencia de ser unos abanderados de la revolución nacional, las fiestas combativas... Y el Miedo por doquier.

No, no hablamos de la vida cotidiana del País Vasco a comienzos del siglo XXI, sino de la realidad de Pamplona en los “Sanfermines” del 36, tal y como los narra en Plaza del Castillo, su novela de 1951, el escritor navarro y falangista Rafael García Serrano.

EN ESTE TIEMPO EN QUE “EL CASTILLO”, NUESTRA PLAZA, HA SIDO INMOLADO

Había conocido en la Edad Media el piropo de los juglares –“tierra de puentes y fuentes, zamarras y campanas”, decían los de la poesía andante- y siendo nada más que un prado para las ceremonias del monasterio de los Frailes Mendicantes, “Prado de la Procesión de los Padres Predicadores” se llamaba entonces la plaza, Cortes y pueblo de Navarra votaron la independencia del reino con respecto a Francia, allá en la primavera de 1328.

Rafael García Serrano, Plaza del Castillo

Este verano de 2002 en que la Plaza del Castillo de Pamplona ha quedado acorralada por vallas metálicas, mientras siguen las obras de excavación del garaje subterráneo –en el curso de las cuales han sido hallados restos arqueológicos de procedencia árabe que serán arrasados por el nuevo hipogeo del parque automovilístico-, quedaron emplazados lo mismo el natural que el forastero a otro centro artificial, aplazada la cita festiva en la Plaza, desplazado el centro neurálgico de una Pamplona con su corazón entre paréntesis.

O, cuando menos, así es como en Plaza del Castillo, novela costumbrista de personaje colectivo en que se relata la conspiración de unos jóvenes falangistas en vísperas del 19 de Julio-fecha prevista para el levantamiento del general Mola-, presenta García Serrano la plaza de su ciudad natal: “Dio vueltas por Pamplona y aquel laberinto de amor le llevaba siempre a la plaza del Castillo; era como una gota de sangre que recorriese implacablemente su itinerario, del corazón al corazón pasando por donde fuese, por todas partes”. Y la metáfora biológica, tan cara a una época de cirujanos de hierro, se hace alegoría del cuerpo social de la ciudad: “Por la cabeza foral, por el vientre del mercado, por las largas piernas de las avenidas, por los fuertes brazos armados que se apoyan en la muralla –hacia el monte y el río-, por el nervio eclesiástico, militar y artesano, por los anchos pulmones de la Taconera, por el sólido hueso de las viejas calles, por la piel nueva y fresca de los barrios modernos.” Diacrónicamente, hacia el pasado –“Era, de verdad, la plaza de todo un pueblo, su patio de armas y leyes”- y, en el presente narrado, extensivo a la realidad española –“España es, y perdonadme, la plaza del Castillo: hay una brecha brutal entre lo antiguo y lo moderno, una detonante avenida que no se sabe para qué va a servir”-, para volver a repetir la historia–en forma de farsa-, como se recoge en la glosa final: “Otra vez, la plaza del Castillo era plaza de armas...”.

Descorazonador, hoy, el espectáculo de una Plaza del Castillo destripada en operación a corazón abierto que saca a relucir los más profundos secretos del corazón de Navarra y que bombeaba en 1936 el caudal de sangre que había de derramarse por la capital del Tradicionalismo y todo el “viejo reyno” tras la inmolación del “Director” General Mola.

LA TRAGEDIA SE REPITE EN FORMA DE FARSA o EL MUNDO AL REVÉS

Los españoles tendríamos que comenzar por ponernos de acuerdo sobre el diccionario, porque unos y otros hablamos un idioma diverso con palabras idénticas.

Rafael García Serrano, Plaza del Castillo

El culto a la violencia política –“Visitaron el cuarto del pim-pam-pum, con los retratos grotescos de los políticos enemigos”-, el menosprecio de las instituciones democráticas burguesas, el ideal de Patria por encima de cualquier principio moral, las campañas del terrorismo veraniego –“Recorríamos España en alegre turismo armado. El turismo que precisamente le estaba haciendo falta a España...”, escribía García en La fiel infantería- son contravalores que, salvando las distancias, vuelven a resultar demasiado familiares en el País Vasco de nuestros días entre los nacionalistas euskoetarrak, con la diferencia de que, en esta ocasión, su involucionismo no llegará a triunfar si el Estado sabe aplicar adecuadamente la Ley –“El gran acuerdo nacional, el programa común de izquierdas y derechas, de nobles y plebeyos, consistía en agarbanzar más aún la existencia, es escupir en corro”- y espantar el temor infundado o el adocenamiento acomodaticio infundido al votante –“Esto era lo que en el encierro le satisfacía hasta hacerle olvidar sus terrores, la certidumbre de que el valor, en cualquier caso, no pasa de ser una espléndida bobada y que la postura sabia era la de no montar a caballo, o no pasar cerca de los cachorros de mastín, no defender la casa –o aún mejor no tenerla-, no guardar afectos de ningún género, no correr en el ayuntamiento o en la Estafeta; lo bueno era ser espectador de todo y actor de nada”-.

No será necesario acudir a la ridiculizada Arcadia “napartarra” –“Aunque el chistu, el chacolí y el irrintzi le parecían las manifestaciones más características de la provincia de Nabarra dentro de la unidad geográfico-polítika de su Euskadi de su alma” (sic)-, que representa Manolito Pérez -“(Imanol Pérez Aizkorbe rugía: ‘Raza de pikadores’, chulos de España’. Hizo una zapateta de ezpatadantza y gritó: ‘¡Eup!’. Veía a sus opresores komo un ejército de becerristas y estaba lleno de amor por las acacias de la plaza, por el kiosko viejo, por el korrecalles, por el chistu alegre y en vista de eso se fue a tocar con la mano el portal de don Arturo Campión”(sic))-, el “Manolito P. Aizkorbe” que acabará rehabilitando la memoria de su padre muerto -“Le iba quitando kaes a su vida”-,

para reconocer, con la natural distorsión de los 50 años transcurridos desde su aparición en 1951 y tras 25 de Transición democrática, en el activismo político de esos falangistas de inspiración católica integrista –“lo primero de todo es reinstaurar en nuestras gentes el alma nacional y cristiana”-, presentados con los tintes del Movimiento Nacional de la primera posguerra civil, la doble cara –y cruz- del Frente Nacional del nacionalismo rampante: la vanguardia radical del Nacional-socialismo y la retaguardia apostólica y clerical del Nacional-catolicismo de una Confederación “Ex-pañola” de Derechas Autonómicas.

LA PLUMA TAJADA POR LA ESPADA o SE ARMÓ LA DE SAN FERMÍN

Yo sirvo en la literatura como serviría en una escuadra. Con la misma intensidad y el mismo objetivo. Cualquier otra cosa me parecería una traición.

Rafael García Serrano, Del código a la ordenanza

Con ser una novela de combate de un autor falangista de la primera hora – tal y como apunta Julio Rodríguez Puértolas en su monumental Historia de la Literatura Fascista Española-, y buena prueba de ello es la militancia del autor –de la que se da testimonio indirecto en la obra-, la voz del Tradicionalismo resuena por todos lados imprimiendo su espíritu –la novela termina con las palabras lapidarias del cura don Inocencio: “Pedía (...) por los que iban a morir si no había más remedio que morir, por las mujeres que quedaron llorando, por los enemigos. Pedía por los hermanos enemigos”-, pero carente, y ahí la ideología juvenil del escritor, de alusiones a la monarquía, ignorada y tan sólo mencionada en alguna que otra ocasión con olímpico desprecio: “su padre había creído en los grandes mitos democráticos con un ‘príncipe de Gales’ que se cayese mucho de los caballos y jugase al fútbol con los campesinos andaluces, se acogió a las piadosas banderas de un catolicismo parlamentario turnante, contemporizador, burgués y sosete, que confiaba la defensa de Cristo a los guardias de asalto”-, y más propia de un “carca” que de un “camisa azul” que en su discurso subordina las letras a las armas, conjugándolas con arreglo a las palabras del Quijote: “que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza”.

PLAZA DEL CASTILLO o DAR EL PASEO POR EL AMOR Y LA MUERTE

El ardor guerrero de García Serrano hace de la novela una toma de partido –de partido hasta mancharse- que se desborda, a medida que se avecina el 19-J. del Levantamiento, contaminando de ardiente romanticismo la naturaleza con la intuición de la gloria y la sangre –“la sangrienta tonalidad del sol dimisionario” o “con el sol en lo alto como una casta bandera”-, y el consiguiente menosprecio de los escritores contemporáneos -“Pío Baroja es un médico cagueta”, “Ortega es un flautista”, o los poemas de J.R.J. no valen lo que una jota navarra, repartiendo, más que a diestro, a siniestro, a Lorca o Alberti... -, y haciendo explosión en el entusiasmado canto a la embriaguez del heroísmo patriótico y al eufórico vitalismo del amor al peligro, inflamado de adrenalina, en un trágico paseo –en particular a los enemigos políticos, a la cuneta o a las tapias del cementerio- por el Amor y la Muerte

“con el gran amor que movía a los hombres hacia la muerte, triunfador, glorioso, imperante”-, en pos de la plenitud del sentimiento en el combate –del casto deseo y la muerte liberadora-, en la exaltación de los personajes –incorporados, en el desenlace, por “efecto dominó”, por contagio, por persuasión del entorno y amañada justicia poética del autor, ya sea como combatientes, ya como retaguardia; y eliminado del dramatis personae el resto-, lo cual lejos de dañar la obra, que a fin de cuentas es “hija de su tiempo”, tal y como diría algún perdonavidas –como si la obra de los exiliados republicanos no fuera del mismo tiempo- hacen de Plaza del Castillo un relato épico machihembrado con tensa compulsión lírica, de ráfagas relampagueantes de prosa poética que arrollan esa narración de las prosaicas andanzas, fortunas y desventuras de mozos -y mozas- en aquella Fiesta bravía de “San Fermín”, una obra, en fin, que al lector del siglo XXI probablemente ni mola, ni amuela.