Sección: OPINION
Serie: Desde dentro
Título:
El juego del compromiso
Autor: Mari Carmen Imedio
e-mail: imedio@espacioluke.com

nº 31 - Septiembre

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El sujeto que sobrevuela la realidad en un somero avión de papel, juega a sentar cátedra, afirma que un escritor tiene que sentirse comprometido con el mundo, determina que Sábato es un autor comprometido y Borges no, y se califica a sí mismo como independiente habrá sufrido una pérdida de con(s)ciencia por el desmayo posterior a tamaña proeza de posiciones. Quizá quedó, incluso, algo tocado del ala y por eso no cayó en la cuenta de que el vahído pudo producirse por muchas razones, entre otras porque el término compromiso ha quedado desvirtuado: décadas atrás era sinónimo de alineación con un programa social y/o político; luego el postmodernismo habló del compromiso con la propia obra. En fin... Ayudemos al pobre aviador a salir del atolladero.

En el ámbito literario el compromiso parece ser un premio para el autor cuya obra se coloca en las listas de éxito, una técnica de venta que permite llegar a más público, o una tanda de solitarios en la que el escritor y jugador no encuentra disidente alguno. Lo cierto es que el compromiso apunta al individuo puesto al servicio de la ciudadanía.

Cómo llevarlo a la práctica ya es otra cuestión. Debatir es una forma de hacerlo y actuar, otra. Pensemos, por ejemplo, en los compromisos mantenidos por quienes intervienen en una materia desde posiciones contrarias, pues en una de sus vertientes el compromiso supone atenerse a la visión que se respalda y en otra, subordinarse a las directrices trazadas por aquello en cuya defensa se ha embarcado uno. Hoy estar comprometido es un lastre. Claro que, ay ay ay, el comprometido sólo consigo mismo no sucumbe a las penas, y ésa suele ser la postura más razonable en medio de la camada de lobos que, dicen, resultamos ser unos cuantos. Evitemos pronosticar que entre chacales y desmayados el mundo se ha dejado ganar; nunca se sabe quién acabará la partida mejor de como la empezó.

Si juega al cien por cien, con todas las de la ley, el autor que da la bienvenida a los escritores comprometidos respetará las normas del juego: intentar jugar no sólo de palabra; no despreciar a alguien cuya opinión difiere de la suya; no responder con ambigüedades a una crítica, por muy escocidas que le queden a uno después las neuronas; y rebatir los argumentos del antagonista con gracia y picardía o gravedad y mesura, sin dejar en el aire puntos que el lector pueda convertir en fantasmas al no disponer de la información precisa. Lo contrario sería propio de un jugador con mangas muy anchas y cartas demasiado pequeñas. Por eso, si lo que nos saca de quicio es tener que contrastar nuestra opinión, que nuestra voz se vea confrontada con las de otros, entonces mejor abandonar el Estado de derecho y no actuar de faroleros; de este modo podremos negarnos a jugar con todo aquel que, acatando las reglas, quiera meter baza. Aun intentando nuestra forma de vida atenuar las diferencias, cuando dices blanco para ti es blanco, si digo azul estoy diciendo azul, y en ambos casos cada cual habrá de defender su juego frente a quienes deseen y puedan hacer oír el suyo.

Tampoco caerá el buen jugador en la tentación de ignorar a qué juega, ni de interrumpir la mano buscando aliados entre quienes observan el juego. De hacerlo, podría despertar en sus compañeros de mesa la sospecha de no tener resolución suficiente para concluir la tirada, y uno no debe mostrar fuerzas de flaqueza ante el tapete, incluso si al principio sólo quería lucirse y luego quedó demasiado bien lucido.

Mas no distingamos entre escritores y no escritores. Si unos y otros pusiéramos en juego el pensamiento, el resultado tendría más de verdad y menos de disfraz y esperpento. Si no, los jugadores no serían lo que proclaman ser, y es bien sabido que los tahúres pueden no terminar con el marcador a su favor. ¿Por qué? Sencillo: porque vivir las ideas que uno ha concebido o hecho suyas no es desplegar la mejor de las sonrisas a diestro y siniestro, y porque todavía no hemos expulsado de nuestro territorio a la coherencia, cuyo expediente de inmigración está, eso sí, por zanjar. Si cortejamos a medio mundo al mismo tiempo, acabaremos olvidando quién despierta en nosotros la pasión amorosa o, cuando menos, nos sucederá aquello de Oculté tan bien lo que pensaba, que ya no lo recuerdo. Recordar no implica debatir, aunque para hablar y jugar es más sano no ir de cuenta-cuentos objeto de la aversión de los demás jugadores.

Es fácil vestirse hoy de un color y mañana de otro, pero antes de dar el paso uno debe guardar las apariencias y no exhibirse siempre en el mismo lugar, ni cambiar de escenario así como así, porque entonces se le podría atribuir una actitud de camaleón chaquetero y, ojo, nada más lejos de nuestra intención. Por eso quienes se presuponen finalistas suelen jugar en el medio, para no destacar demasiado al saltar de una acera a otra. Y por eso un autor que empieza a ser conocido y tiene tanto que perder si no les cae bien a todos da la campanada del siglo cuando afirma preferir la actitud comprometida de unos al comportamiento autista de otros. La incógnita queda despejada al insertar las palabras en los hechos y el discurso del autor en la realidad por la que se ha dejado rodear, donde quien quiere ser llamativo y resultón, dejarse ver, sólo tiene que ponerse el traje de compromiso y salir a la calle.

Es algo con lo que podemos estar o no de acuerdo. También podemos refutar la consideración de que nuestro sistema democrático está dejando morir uno de los derechos del individuo, el de expresarse y ser escuchado, alejándose así del concepto original de democracia como doctrina favorable a la intervención del pueblo en el gobierno. Sin embargo, mientras en Grecia -cuna de la democracia- el ágora era testigo de los debates que mantenían los ciudadanos, y ahora en el mejor de los casos la argumentación la practican los parlamentarios, a quienes subvencionamos para que debatan o simulen debatir lo ya decidido en pasillos y despachos. Ellos se especializan en argüir; a nosotros el ejercicio de la polémica nos resulta cada vez más ajeno. Aventurémonos, si no, a comprobar que los planes de estudio de escuelas y universidades apenas fomentan la formación crítica; descubramos en cuántos medios de comunicación existen tribunas abiertas entre ciudadanos que saben, porque de las otras sí hay, para que cuatro personajes hablen de lo que ignoran y monten un “auténtico espectáculo”; y leamos las cartas al director de periódicos y revistas, que se nutren de quejas o defensas más que de opiniones sobre los contenidos y puntos de vista vertidos en dichas publicaciones. ¿Más pruebas?: hemos sustituido el término discutir , sinónimo de polemizar, por uno de los significados de la palabra disputar , y cuando Zutano disputa con Mengano no decimos que están charlando o razonando, sino discutiendo. Estamos tan poco acostumbrados al debate y a la crítica que al primero lo tildamos de discusión sin ton ni son y a la segunda de inquina, represalia y hostigamiento. Con todo, le pese a quien le pese, criticar es emitir una opinión razonada sobre una obra literaria, artística, etc.; juzgar no es sino formar criterio u opinión sobre algo o alguien; y toda materia o persona conocida es susceptible de ser criticada; eso lo saben hasta los jugadores mediocres.

Venderse al mejor postor, empeñar la conciencia con tal de seguir jugando y, a poder ser, terminar en los puestos de cabeza no es estar comprometido, aunque quizá así saca uno mejor tajada que jugándose los ahorros y teniendo que dar marcha atrás en cuanto la mafia, que sólo aúpa a su gente, aplica la táctica del yo me lavo las manos y allá os las apañéis vosotros, después de poner su pie en el suelo del casino.

Sabemos que el autor leído despliega una potencial influencia sobre quienes lo leen, y sentimos que la ética nos ayuda a alinearnos con unos u otros. Porque, salvo que arrase la ideología de la no ideología de la que habla Martin Amis, el relativismo y el partidismo también existen. De ahí lo esencial de ir descubriendo la catadura moral de cuantos tenemos al lado y la de aquellos cuyos textos leemos. Cuando alguien decide hacerle frente a quien entiende que juega de modo irregular, parecerá un pobre indefenso si a la primera de cambio se queja de que el otro va mintiendo por las esquinas. No se trata de sepultar las llamadas guerras ideológicas, ni de estar sólo a favor de “los buenos”. Pero reflexionar supone extraer conclusiones, y ellas suelen conducirnos en uno u otro sentidos, hacia arriba o hacia abajo; para los fenómenos de saltimbanqui, que nos empujan al mismo tiempo a izquierda y derecha, ya está el circo, cuya magia ilumina lo que fuera de la carpa produce náuseas.

Alrededor de esta realidad gira el entorno actual de la literatura en España, en el que también los genios se doblegan a las pautas de ciertos grupos editoriales que condicionan el presente y futuro del pensamiento y la cultura. Sin ánimo de llegar a los extremos, ¿no será que la unicidad con que lo impregnamos todo no nos deja articular un simple “No, creo que no has jugado con honestidad por esto y por aquello”? Como el juego en cuestión carece de jueces y fiscales, hablar así no es erigirse en inquisidor de nadie, sino ejercer el derecho a la libre expresión y brindar al lector una opinión que ojalá queramos debatir.


Polémica: Arte que enseña los ardides con que se debe ofender y defender cualquier plaza. Controversia por escrito sobre materias teológicas, políticas, literarias o cualesquiera otras. (Fuente: Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, DRAE)

Discutir: Examinar atenta y particularmente una materia entre varias personas. Contender y alegar razones contra el parecer de otro. (Fuente: DRAE)

Disputar: Porfiar y altercar con calor y vehemencia. (Fuente: DRAE)