Sección: LITERATURA
Serie: Bestiario
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Autor: José Morella
e-mail: bestiario@espacioluke.com

nº 31 - Septiembre

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Después de la lectura de Las Correcciones, de J. Franzen (comentario en espacioluke, julio-agosto 2002), en el bestiario nos ha dado por leer a más yankees. Como este mundo comienza a pertenecerles y nuestras vidas tienden a parecerse a las suyas, habrá que intentar entenderles. Uno de sus novelistas más renombrados es Don Delillo, que en 1985 escribió una novela extraña y fascinante sobre la alienación del ser humano en el sistema capitalista. Está directamente entroncada con la crítica al consumismo iniciada en 1925 con El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald. Se trata de White Noise (Ruido de Fondo, Circe, 1994). El protagonista, Jack Gladney, es un hombre casado cuatro veces que vive con su última mujer y con varios hijos, algunos suyos, algunos de ella, otros de ambos. Los hijos son un elemento crucial en la novela, porque adquieren un cariz casi sobrenatural gracias a su capacidad de comportarse como adultos. Se da una curiosa reversión: mientras que los adultos son totalmente ineficaces para la vida, algo así como entes básicos que actúan a base de chispazos de instinto, con una determinación ignorante y tozuda, los niños son inteligentes y maduros hasta el punto de alcanzar un terrible grado de crueldad. Heinrich, que vive entre la casa de Jack y la de su madre, gana dialécticamente a su padre en todas las discusiones. Es frío y lúcido como un demonio, y no parece tener sentimientos. Las hermanas, Denise y Steffie, cuidan a Babette, la mujer de Jack, y advierten a éste sobre sus excesos con las pastillas. Los niños son fríos, racionales, profilácticos, prácticos. Sin embargo, los adultos son totalmente emocionales e incapaces de reaccionar ante los problemas, que les ahogan y les matan: en un momento de la novela hay, al lado de la casa de la familia, un accidente de un camión cisterna. Se produce una nube de gas tóxico que amenaza a la población, y las autoridades evacuan la zona para evitar un desastre ecológico y la pérdida de vidas humanas. Jack, cabezón y estúpido, se muestra incapaz de aceptarlo y se niega a salir de su casa hasta el último momento. Dice: “Esas cosas le ocurren a la gente pobre que vive en zonas desprotegidas (...) yo soy catedrático de Universidad. ¿Has visto alguna vez a un catedrático remando en un bote a lo largo de su propia calle cuando han salido inundaciones en televisión?” Jack acabará expuesto a ese gas y los médicos le predecirán una muerte segura. Cuando la familia está junta, comen. La comida es una religión basada en la inconsciencia, y que tiene su templo en el supermercado. Comer es, tal y como lo practican en la familia, la ceremonia de la ignorancia y, como dice Murray, un compañero de Jack que ejerce de coro, la ignorancia es la base de la familia norteamericana: “...las unidades familiares más fuertes se dan en las sociedades menos desarrolladas. La ignorancia es un arma de supervivencia”. Como Estados Unidos, cabría decir, porque, al menos en lo que respecta a la cultura media, no es una sociedad excesivamente desarrollada. La economía es otra cosa. La familia Gladney come comida rápida, por supuesto. Piden encargos de comida china, de hamburguesas, de pollo frito con tarta de chocolate. Comen muy rápido y mucho, mientras hacen zapping, o salen a comer afuera a lugares donde se come sin salir del coche. Comidas tras las que Jack siente un vacío existencial insoportable. La novela está totalmente repleta de ruidos: anuncios, frases sueltas de la tele siempre encendida, mensajes de fondo en el supermercado, ruido de helicópteros, simulacros de evacuaciones de incendios a diario... Ruido que no deja espacio a la individualidad. La sociedad está muerta, y lo primero que muere es el silencio. Ruido para confundir, para desequilibrar, para incitar a la compra, que es la única acción permitida realmente. El texto tiene dos anécdotas básicas por las que corre la trama: la aventura con el vertido tóxico, en la que Jack acaba expuesto y enfermo, y el descubrimiento por parte de la familia al completo de que Babette está participando en un experimento científico secreto en el que una multinacional usa humanos como conejillos de indias. Prueban unas pastillas contra el miedo a la muerte cuyos efectos secundarios volverían loco a un elefante. Las pastillas se llaman Dylar, que en inglés suena a muerte pero no demasiado. Las pastillas son un punto común con otra novela, Las Correcciones, de J. Franzen, y la función que ejercen en el texto es similar. Una pastilla revolucionaria, nueva, prohibida, es la solución para personas que se ven a sí mismas tragadas por el sistema y que no saben qué les pasa porque no tienen a nadie que les de palabras para explicárselo. La sociedad estadounidense no genera nunca discursos en los que el malestar de una persona pueda explicarse desde fuera, porque eso significaría hacer críticas a la sociedad. Nunca se dice que un sistema basado de manera absoluta en la compraventa de mercancía (entiéndase que las relaciones sociales, familiares, el amor, etc... también son mercancías, poderes que se ejercen, pensiones de separación, contratos, firmas, tarjetas de crédito, casas, cuentas en bancos...) te acaba destrozando espiritualmente porque no puedes sino comprar, lo que equivale a morir. Lo que se te dice es que estás deprimido porque tú eres una persona desequilibrada o con tendencia a la angustia. De modo que puedes buscar clases yoga o técnicas de relajación, o quizá un sucedáneo de psicología donde te hablen del ying y el yang, pero nunca discursos (políticos, psicoanalíticos, filosóficos, ideológicos en suma) que te den conciencia de tu alienación, que te coloquen respecto a la agresividad externa, generada por un capitalismo inhumano. El problema eres siempre tú. Deja de fumar, o haz deporte, o cultiva la autoestima, o toma pastillas. Prozac, Viagra, Valium. Starobinski, un erudito suizo, escribió un libro sobre el tratamiento médico de los melancólicos, es decir, los depresivos: hay de todo, desde sangrías o extracciones de la piedra de la locura hasta, simplemente, recetas tan saludables como dos coitos al día durante tres meses. Este libro trata casi toda la historia de la melancolía, desde los inicios hasta 1900. Ojalá algún día escriba una segunda parte, con los cien años que siguieron. Debería hablar, básicamente, de dos tipos de tratamiento: el psicoanálisis, es decir, el discurso hablado que alivia la tristeza porque explica sus causas y, por otro lado, la absoluta negación de la melancolía: las pastillas. No hay problema, te dicen, solo hay compras. Compra tus pastillas, compra tus cosas. Jack Gladney, cuando quiere sentirse vivo, compra. De repente, en un momento bajo en el supermercado, dice a todos los miembros de la familia que elijan un regalo. El paga lo que sea: “comenzaron a aumentar mi valía y autoconsideración. Me sentía henchido, conociendo nuevos aspectos de mí mismo... El brillo reinaba a mi alrededor”. Al final de la historia, roto por la desesperación, sabiendo que va a morir por culpa de la exposición a un gas venenoso, y que su mujer, a la que pensaba cuerda, ha comprado su cordura a base de fármacos que podrían secarla viva cualquier día, decide vengarse. Busca al doctor Gray, médico que usó a su mujer como cobaya para sus experimentos ilegales, e intenta matarlo como última acción útil o al menos simbólica. Antes, sin embargo, se dedica a tirar cosas de su casa. Una larga lista de objetos inútiles que a lo largo de los años su familia ha comprado y guardado. Basura. Toda su vida la ha pasado comprando. Y ha comprado basura. El gesto final de tirarla es lo único noble que hace en su vida Jack Gladney, el único guiño de comprensión. Murray, al principio de la novela, en el supermercado, le había dicho: “Aquí no morimos: compramos. Pero la diferencia es menos señalada de lo que podrías pensar”.