Sección: LITERATURA
Serie: Bestiario
Título:

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Autor: José Morella
e-mail: bestiario@espacioluke.com

nº 33 - Noviembre

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De Michel Houellebecq es muy difícil hablar, básicamente por culpa de la cantidad de metadiscurso que su obra ha generado. Empieza a ocurrir con él lo que hasta ahora sólo ocurría con los críticos literarios posmodernos como Derrida o Foucault: nos llega mucha más información de ellos a partir de juicios de críticos heridos, agraviados, exaltados o furibundos que de ellos mismos. Cientos de críticas que reformulan, dicen con otras palabras, atribuyen intenciones: en definitiva, crítica histérica. Puede ser que, de alguna manera, esto le agrade al autor, ya que su actitud un poco infantiloide y chulesca en los medios parece contribuir al fenómeno. Por una parte es lógico, porque le va de fábula a sus ventas, aunque de todos modos el tipo tiene todo el derecho de mostrarse como le dé la gana. Sea como sea, es uno de los escritores que más nos ha hecho pensar en los últimos tiempos, y ese es un atributo incuestionable desde todos los puntos de vista. La cuestión es que cuando leemos a Houellebecq de primera mano, los juicios que hemos oído o leído en sus entrevistas o en artículos de prensa están ahí, detrás de nuestras orejas, apuntándonos como francotiradores escondidos, y no nos dejan pensar con claridad un texto que, bien mirado, pretende ser claro. Sin embargo, el ruido que ha generado su obra puede distorsionar su mensaje, si es que podemos llamar mensaje a ese quejido descomunalmente triste que nos pone en guardia (¿estoy yo ahí?, nos decimos muertos de miedo) en cuanto prestamos los ojos a un par de páginas de cualquiera de sus libros. Nosotros nos atrevemos a decir que, a pesar de que su caracterización del ser humano del siglo XX es de una lucidez precisa y siniestra, se equivoca en sus juicios absolutos. Por una parte, nos regala unas fotografías de nosotros mismos y de nuestras vidas que no teníamos, que nadie había puesto en palabras, y eso es lo que basta para que tenga un sitio importante en la historia de la literatura. Además, su narrativa es a la vez intuitiva y técnica, y por mucho que algún crítico resabiado y elitista diga que es aburrido, nadie con dos dedos de frente, o lo suficientemente alejado de las camarillas literarias, se aburre leyendo Plataforma. Y no porque sea pseudopornográfica, que lo es; es difícil encontrar pornografía tan bien justificada narrativamente, porque el hombre de estos tiempos es el hombre que ha modelado su sexualidad a partir de parámetros meramente pornográficos y mercantiles. Lo que para un lector de más de setenta años puede ser pornografía, para uno de cuarenta o de treinta es simple y fría economía doméstica. Necesidades básicas. Esto es una verdad que cae por su peso, aunque nuestra sociedad es lo suficientemente hipócrita como para criticar a Houellebecq y, acto seguido, ponerse morada de sexo onanista (saludable, como siempre) vía televisión o internet. Que la unión indisoluble del sexo con el amor es un cuento chino que ha utilizado el conservadurismo desde el inicio de los tiempos para justificarse no es Houellebeqc quien lo descubre. Ahí es donde pensamos que se equivoca: él, en Las partículas elementales, le cuelga todos los sambenitos de la falta de deseo de vivir del hombre de hoy a los izquierdistas de los años setenta, que hoy en día ocupan el poder y que vaciaron de sentido el sexo mediante la liberación sexual. De hecho, la izquierda parece tener la culpa de absolutamente todos los males del universo. Si por el narrador fuera, el mundo y sus defectos comienzan en mayo del sesenta y ocho, como un segundo génesis con segundo pecado de Adán y Eva. Los personajes de Las partículas elementales, que no viven con sus padres, son desgraciados, lo cual es una muy fácil conexión entre la desestructuración de la familia tradicional y la infelicidad, como si la infelicidad naciera con los hippies, como si los testimonios tétricos al respecto de la familia tradicional que dejaron Sófocles, Kafka, o Flaubert fueran chorradas de la prehistoria. De todo tienen la culpa los libertarios. Por supuesto, pensamos que se equivoca, como todo aquel que emite juicios universales. Como sociólogo es una verdadera birria. Le han comparado con Celine, pero Celine tuvo que pasar por la odisea de la guerra y la miseria para volverse nazi, mientras que a Houellebeqc parece bastarle el resentimiento contra lo políticamente correcto. De todos modos, la crítica que hace al mundo actual es tremendamente fértil y certera, porque muchas actitudes que en apariencia son progresistas están rodeadas, por todas partes, de un conservadurismo estructural. El turismo ecológico, que se opone en su obra al turismo sexual, por ejemplo, está lleno de honestos fascistas que rinden culto al cuerpo, al deporte, al trabajo, al esfuerzo, a la competencia. Y el turismo sexual, esto es, una variante de la prostitución, que jamás en la historia de occidente ha dejado de existir, parece que para mucha gente es lo más asqueroso que existe en el mundo. No lo es. Hay millones de cosas más asquerosas que no mueven a tanta mojigatería. El turista pederasta es un reflejo más, no el único ni el peor, de la extorsión con que occidente acostumbra a subyugar al resto del mundo. Por otra parte la pederastia es un fenómeno antiguo y complejo. Hace menos de doscientos años, en España los hombres concertaban matrimonios con los padres de chiquillas de doce o trece años. Es curiosa la paradoja que hace que Houellebecq coincida en algo con los libertarios del sesenta y ocho: el deseo de una sexualidad sin trabas. A pesar de que Houellebecq es un reaccionario extremado en lo político, y es capaz de hacer los juicios más peligrosos respecto de las razas, las religiones o los políticos de izquierdas (aunque Chirac no sale tampoco bien parado), no podemos dejar de temblar cuando nos dice que el hombre, hoy en día, es incapaz de querer a un hijo suyo. Incapaz de enamorarse. Si nos atrevemos a mirar en el fondo de nosotros mismos a ese respecto, no tenemos más remedio que revisar nuestra vida entera. Volver a preguntarnos todas las cosas. La lectura de las novelas de Houellebecq saca lo más oscuro de nosotros: si somos cobardes, no aceptaremos la foto de ese monstruo que somos nosotros mismos, y gritaremos de rabia, y todos nos verán enfadados (¿por qué te molesta tanto si todo lo que dice es mentira?, te preguntarán). Y si somos valientes intentaremos respondernos a la pregunta fatídica: qué hay de nosotros mismos en ese monstruo, qué hay de monstruo en mí.