Sección: CINE
Serie: ---
Título:
El gran Wyoming
Autor: Luis Arturo Hernández
e-mail: luisar@espacioluke.com

nº 26 - Marzo

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El gran Buñuel en busca de la mesa perdida

(A propósito de Buñuel y la mesa del rey Salomón, de Carlos Saura, 2001)

Luis Buñuel: Debería ser una búsqueda interior a través de la amistad.

Como una “Odisea 2001 en el espacio de tiempo de una noche toledana” sobreviene la última película de Carlos Saura, Buñuel y la mesa del rey Salomón, fantasía esotérica y pastiche buñuelesco que narra el descenso ad inferos del trío calavera –Buñuel, Lorca, Dalí-, en una nueva vuelta de tuerca al “enigma sin fin” –que ya explorara Agustín Sánchez Vidal, autor asimismo del guión en colaboración con Saura- de la amistad degeneracionista de los tres genios en una pesadilla del Cine-Exín mental –“Todos tenemos un cine aquí. Sólo tienes que cerrar los ojos para ver la película que quieras”- del interior del cerebro de un Buñuel senil –“el sueño de la razón produce monstruos”-, obra totalizadora como lo es la summa del arte poética de Lorca, la plástica de Dalí y la cinematográfica de Buñuel en el tríptico heterodoxo alzado en torno al altar de Salomón por este maestro imaginero de la escuela aragonesa.

Mediante el recurso metacinematográfico de un casting –construcción del guión de la película sobre una película: el cine dentro del cine-, en el que los actores que han de encarnar a los tres artistas protagonizan un careo donde ponen a prueba su casticismo, gracias a guiños irónicos y distanciadores -y diálogos informativo-divulgativos, notas a pie de página a manera de morcilla erudita-, para acabar “adquiriendo la piel de sus representados”, en un “doble juego” que insinúa la imposibilidad de la reencarnación de tal triunvirato de “monstruos”, Saura parodia una fábula policíaca “a lo divino” en la que los poderes terrenales de las Tres Religiones del Libro se confabulan contra “nuestros” tres amigos –el culto a una amistad tan fuerte como la muerte proclamado por doquier- para exorcizar la amenaza del conocimiento interior, víctimas de las respectivas ortodoxias –el productor judío David Goldman, el obispo del rito mozárabe Abilio Avendaño y el moro Muza- y de sus servicios secretos –incluidos espías malencarados (Kurt Epstein) y mujeres fatales (Ana María de Zayas)-, del mismo modo en que la aparente rivalidad entre las Iglesias ocultaba en la memorable novela del serbio Milorad Pavic, Diccionario jázaro, el secreto de un pueblo sumergido, oculto por la traición de esas tres tristes tradiciones.

Gracias a la técnica vanguardista de las superposiciones espacio-temporales, la superproducción de Saura constituye un ejercicio manierista equidistante tanto del documental histórico como de la pura fantasía, un realidad ficticia que rompe con la coherencia cronológica –Buñuel, en el año 2002, con 70 años, concibe el guión de una aventura con Lorca y Dalí, anterior a 1936, en la que su actual productor Goldman es antagonista y factótum de la historia o el crítico Toledano satiriza la etapa mexicana del exilio de Buñuel-, mediante deliberados anacronismos en busca de un auxiliar mágico –“símbolo que atraviesa el tiempo y el espacio”-, trazando una ”cinta de Moebius, en donde anverso y reverso se confunden”–como confiesa Saura en el Prólogo a su guión-.

Viaje iniciático, pues, en busca de un objeto sagrado de tres compañeros de aventuras sepultados en un Toledo invertido y underground bajo el peso de la Catedral –en la que sienta cátedra galáctica un obispo desenterrado de La Vía Láctea-, y de la Sinagoga de Santa María la Blanca y de la tienda de Antigüedades del moro Muza –reencarnación del sedero del Quijote, donde el autor-narrador de esta verdadera historia encuentra el cartapacio manuscrito arábigo: la celulosa del pergamino se hizo celuloide y habitó entre nosotros-, apresados en un descenso a las profundidades del sueño -¿tras Alicia en el subterráneo?- que los conduce por galerías, túneles y escalinatas -¿o no resuenan aquí los ecos de la versión cinematográfica de La torre de los siete jorobados de Emilio Carrere a manos de Edgar Neville?-, por pasadizos iluminados por las luces de bohemia de El candelabro de los siete brazos de Rafael Cansinos-Asséns, por viaductos de una galaxia –Gala-láctea- sumergida, tras el secreto compartido por el esoterismo de las tres Culturas en el vientre del arquitecto de Toledo, y que no asomaba con tal clarividencia –hoy que el conflicto entre los respectivos credos resulta sangrante, y nunca mejor dicho- desde Misericordia de Pérez Galdós -encarnado allí en aquel Almudena, crisol residual de una España antigua y víctima del contubernio ecuménico de la jerarquía sacerdotal judeo-mozárabe-islámica-, en una guía turística secreta de la capital manchega, en un juego de pistas, viaje por el túnel del –no- Tiempo y ginkama culturalista que pone a un Buñuel, “ateo por la gracia de Dios”, ante el misterio del Ser.

Así, tras el purgativo sueño de una “noche toledana”, apocalipsis anticipatorio de la trágica muerte de uno, de la decrepitud de otro y del sueño de la circuncisión del tercero, y las experiencias paranormales de telepatía y don de lenguas de la genialidad –coincidencia petrificante del Libro del Esplendor y la poesía de Lorca-, la tríada afrontará las tres pruebas de un cuento maravilloso caracterizado por un estilo grotesco en el que conviven parejas trasvestidas de rijosas monjas de la Caridad –a los compases de Tristán/a e Isolda- con enanos bufones como Pacheco, tras “meterse en el armario” de la cripta catedralicia: el pasadizo sangriento bajo el Zocodover; el pozo de las ánimas –osario que custodia, con primitivismo estilístico, una burda caricatura del estilita Simón del Desierto/”Ahasvero, el judío errante”- bajo el Tajo; la salida del laberinto de transparencias que guarda la Eva primordial/”Gólem femenino, mujer-robot replicante de Metrópolis de Fritz Lang” –con dibujos de José Hernández y el esteticismo digital de la iconografía virtual- y que descargará su energía contra un homosexual, un onanista y un macho de carne y hueso –“dijo el sabio Salomón...”- , antes de abocarlos, el republicano Luis -¿o Arturo?- y los caballeros de la mesa oval, al descubrimiento del óvulo de la “gran paellera” del rey sabio Salomón, esa lente del gran ojo que todo lo ve -¿festina lente?-, en una versión hispana de En busca del arca perdida que no remite al estado de Indiana, sino a otro estado de la Unión: “El Gran Wyoming”.

Pero la adivinación del futuro anticipado de las sucesivas generaciones y el regreso al pasado rebobinado en el instante de la muerte –después de visto, todo el mundo es muy listo-, cobrarán al visionario Buñuel su tributo: el precio del conocimiento es la pérdida de los amigos. La solución salomónica de la desaparición de sus “compañeros de viaje” deja a Buñuel solo ante el espejo -¿Alicia a través del espejo?-, espectador del video-clip herético –entre sótanos y sotanas-, heterogéneo y genial de su propia existencia, de esta “fábula del rey salmón” remontándose hacia sus fuentes, mudo homenaje –“olvida los tambores”- de Saura al sordo de Calanda, y donde retumba –a pinturas negras, oídos sordos- el silencio visionario de Goya, el sordo de Fuendetodos, y coterráneo de ambos.

El sueño de todo lo vivido y la memoria de todo lo por vivir constituyen el colofón para un Buñuel, solo y centenario, que asiste en un instante a la lectura de sus cien años de soledad–“donde Adán come hormigas”, “desde Adán a los que oirán la Trompeta”-, muerte anunciada por un zumbido que puede oír sin trompetilla el sordo impenitente y un “fortísimo viento que parece brotar del remolino”, la Tormenta -como el huracán que arruinaría Macondo-, ese atormentado vendaval –de tres guerras-, aquel cíclico ciclón de la destrucción, el viento huracanado que, a una velocidad de vértigo, borrará Toledo.

UN MINUTO DE PUBLICIDAD Y ENSEGUIDA NOS VAMOS

Del mismo modo que Buñuel se queda ensimismado ante el espejo –borgiano Aleph-, y en virtud de idéntico efecto perspectivístico, este espectador asistió al festín visual en el mesón de la pantalla –convidado único en el pase de madrugada en la minisala de un cine de provincias, en una sala de color damasco, o sangre de toro, o vino de Rioja, sin acomodadora, ni portero, ni taquillera-, entusiasmado frente al mantel de la película sutil de la superficie del mar que oculta un esqueleto bajo la mesa –en todas las familias hay un cadáver escondido en alguna parte-, a la orilla de La playa espectral y ante una imagen expresionista y macabra, entre surrealista y goyesca –la momia de Ana María de Zayas en la cueva de la sal-, de poética plasticidad que transmite la pulsión de eros y tánatos, entre una imaginería surrealista –manos cortadas, niños vestidos de marinerito, burros muertos, ladridos de perros, redobles de tambores y otros motivos recurrentes de valor polisémico-, que brota de la lámpara que vela el sueño del genio de Aladino al contacto con objetos cargados de capacidad recreadora y que rinde tributo a la Productora Rioja Films con el homenaje a una bodega riojana a través del anuncio de una valla publicitaria de la Gran Vía –láctea- que “Buñuel el viejo” -¿o Brueghel el viejo?- contempla desde la Torre de Madrid y que, tan sólo leído con los “anaglifos” del Judío Errante, revela y desvela la conexión hebraica de “la mesa del rey Salomón”, en un palimpsesto monumental que hace del vino de Rioja un suero de la verdad –in vino veritas-, y de la marca de las viñedos una macroviñeta que destila los tintos -y las tintas- del filtro de la iniciación al conocimiento en un descenso a la cueva de Montesinos de la España profunda, a las bodegas de un Toledo intrahistórico, dejándose guiar por el Consejo de denominación de origen Rioja. Así pues, damas y caballeros espectadores, la mesa está servida.