Sección: LITERATURA
Serie: Bestiario
Título:

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Autor: José Morella
e-mail: bestiario@espacioluke.com

nº 29 - Junio

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Resulta difícil hablar del novelista suizo Robert Walser porque es de ese tipo de espíritus que sirven espléndidamente para revelar el espíritu de los que opinan sobre su obra. Es, como todo gran poeta, un espejo. Sus novelas suelen ser autobiográficas, y su vida era una vida que molestaba, casi sin hacer nada, a los demás. Él sabía por qué molestaba, pero no podía hacer nada por evitarlo porque era un espíritu libre, y la libertad se daba en él de un modo espontáneo, casi con una autoridad que no podía prevenir. Los personajes principales de sus novelas siempre molestan a un sector de la población (los que descansan en lo burgués, en la norma) y encantan a otro (los inquietos, los soñadores) o crean sensaciones de perplejidad. Es un perfecto Bartleby. Sus personajes asumen trabajos que pretenden llevar a acabo con suma perfección, y los abandonan rápidamente. Están absolutamente ligados al presente y jamás hacen o dejan de hacer nada por la comodidad en el futuro. El progreso pecuniario les resbala. Walser es uno de esos escritores que, de un plumazo y de forma totalmente consciente, impiden a una gran mayoría de la población lectora disfrutar de él, por culpa de su inmensa valentía. Su mundo es tan claro, y las verdades de las miserias humanas aparecen tan nítidamente expuestas a través de los pensamientos de sus personajes libres, que la lectura resulta insoportable para la mayoría de personas. En su novela Los Hermanos Tanner, los distintos hermanos simbolizan distintas maneras de enfrentarse al mundo, pero muchas veces todos representan partes de la personalidad de un Walser complejo y contradictorio. Hedwig, la única hermana de un grupo de varones, hablando con Simón, el protagonista de la novela, hace una confesión; su vida no le satisface, y a pesar de haber conseguido lo que se había propuesto (ser maestra) ahora se encuentra infeliz, y se dispone a cometer (y este verbo es el más adecuado) un acto libre, que sabe de antemano que será incomprendido y criticado. Dice lo siguiente: “La verdad es que nos instilan mucho miedo aquellos timoratos que parecen preocuparse por nosotros. Casi es odio lo que siento ahora por quienes sacuden la cabeza en cuanto escuchan una frase valerosa. (...) ¡Cómo se desvanecen esos consejeros ante la fuerza interior de una acción libremente consumada! ¡Y cómo nos avasallan con su cariño dulzón cuando no hallamos ese valor y nos ponemos en sus manos!” Walser concibe la escritura como una ruina, y a esa ruina la concibe como el monumento divino o la piedra preciosa extraída de la libertad más esencial, la de actuar siempre conforme a sus deseos y nunca para agradar o conservar. Eso representa un vivir para el presente, un matar la esperanza y el futuro. La visión del futuro nos hace esclavos en el presente. Simón dice, en la novela, que le gusta comer muchas veces al día y muy poca comida, para poder disfrutar constantemente del placer que le supone al paladar el sabor del alimento. Todo es un presente que se consume en sí mismo, y el único sentido de las cosas son las cosas. El tiempo es un engaño, y el cálculo una miseria de nuestro miedo. Simón, que va dejando los trabajos, uno tras otro, conserva, eso sí, una dignidad quijotesca que le deja al punto de ser tratado casi como un loco por los demás, aunque ese tratamiento nace más de la rabia del otro por ponerse de manifiesto que no es libre que de la actitud de Simón, que sigue una lógica muy simple: este trabajo es un asco, por lo tanto lo dejo. Cuando es despedido de un trabajo de oficinista en una oficina en la que decenas de empleados perdían sus vidas haciendo cuentas hasta morir un poco menos pobres, le suelta al jefe lo siguiente: “Me importa un rábano gozar de la ventaja que supone un sueldo mensual fijo. Sería una forma de decaer, de embrutecerme, de acobardarme, de anquilosarme. (....) ¿Cree usted acaso que me ha dado un duro golpe, que ha quebrantado mi ánimo, que me ha aniquilado o algo por el estilo? Todo lo contrario: me siento encumbrado, lisonjeado, siento que, después de mucho tiempo, me han vuelto a inyectar una gotita de esperanza.” Walser pone de manifiesto que la vida es, habitualmente, una mierda, y que todo aquel que se acoja al principio del carpe diem ha de acogerse, con toda la tranquilidad posible, a la austeridad máxima, a la pobreza si es preciso. Y no sólo a eso, sino a la incomprensión y a la envidia de los demás, al garrotazo de la mirada de los otros diciendo que es un perdido, un loco, un idiota utópico. A la locura, que es muchas veces la etiqueta que cuelgan los cuerdos grises y prosaicos a los poetas insoportables y libres. Detrás de “los consejeros”, como él los llama, está la envidia, la necesidad de machacar todo aquello que les enseñe su propia cobardía, su honestidad pequeña y miserable que consiste en dejarse llevar en línea recta por la vida, en ir como borregos por el camino marcado. Cuando los borregos, que son muchos y normalmente liderados por el diablo (hoy en día, el neoliberalismo hipócrita) ven su propia imagen en el espejo del poeta libre, comienzan una lenta, inconsciente y cruel labor de destrucción de ese ser que les corroe y les molesta por dentro sin quitarles nada, con la simple imagen de sí mismo eligiendo lo que ellos nunca elegirían: dejar el curro. Entonces llegan las voces, día a día; los consejos: “Ya te lo dije”, o “A ver si sientas la cabeza”, o esta otra, muy típica, “Ahora que puedes, que cuando tengas cuarenta o cincuenta años ya verás”. La gran estrategia narrativa de Walser consiste en dividir los distintos rasgos problema en distintos hermanos (los hermanos Tanner), y cada hermano representa algo: el yo (Simón), el superyó (Sebastián), la madre (Hedwig), el padre autoritario que impone la norma, etc... Uno de los hermanos de Simón, Sebastian, es un poeta que acaba muerto congelado en un bosque. Esta sería la imagen que los otros, los “consejeros”, dibujan llevando a las últimas consecuencias sus consejos, que se vuelven, por su afuera, amenazas: si no sigues nuestros consejos, acabarás así o asá... Acabarás muerto de hambre, porque nosotros te acorralaremos para que acabes así. El consejo es perverso, y el consejero es el lobo disfrazado de abuelita. Del mismo modo, está la imagen del hermano mayor, en otra novela, Jakob Von Gunten, que forma parte de los consejeros cobardes. Es un hombre adinerado, que se ha labrado un futuro, y que siempre está vivo en la mente de Jakob como aquel que le va a reprender por su manera de ignorar el futuro y le va a aconsejar que se labre uno, que se haga un hombre formal y serio. Jakob, en un momento de la novela, asegura que nunca más va a volver a ver a ese hermano, pues a pesar de quererlo como hermano no va a poder soportar sus consejos, que en realidad significan mucho más de lo que dicen. Su hermano es rico y él pobre, pero aún así él le compadece, porque el progreso le hace no entender la libertad. En el mundo, nos dice Walser, es muy difícil no ser rico o mendigo, cuerdo o loco. La inteligencia y la libertad de pensamiento forman una barrera demasiado frágil entre la miseria y la alienación. Rober Walser nunca tuvo mucho éxito en vida (a pesar del entusiasmo de lectores como Kafka, Walter Benajmin o Elías Canetti) y hoy, mientras lo publican en editoriales de lujo como Siruela, bien encuadernados, algunos pagamos con gusto el alto precio de sus libros para leer sus relatos de hombre libre. Pero él murió congelado, cubierto de nieve como una pálida película de la angustia que le había hecho vivir en un sanatorio mental durante los últimos años de su vida. Exactamente igual que el personaje de su hermano Sebastián Tanner en Los Hermanos Tanner, que se convierte así en una inquietante profecía de su propio final. Como los consejeros son mayoría, él nunca tuvo muchos lectores, y por eso la frase de Herman Hesse a propósito de su obra nunca se pudo cumplir: “Si Walser perteneciera a los espíritus dirigentes ya no habría guerras, y si tuviera cien mil lectores, el mundo sería mejor”.