Sección: ARTE
Serie: Simulaciones
Título:
Arte, impostores y diletantes
Autor: Alberto Vázquez
e-mail: info@espacioluke.com

nº 30 - Julio/Agosto

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Desde que el mundo es mundo, las sociedades han tratado de buscar un entorno intelectual seguro en el que desarrollarse. Para conseguirlo, se ha optado siempre por dos caminos: tratar de comprender lo que nos rodea o, en su defecto, construir un recurso que lo explique independientemente de su veracidad. Creamos subterfugios, muros, procedimientos, artimañas y todo aquello que consideramos necesario para sortear eso que con mayor o menor precisión llamamos conocimiento.

El arte moderno no ha sido ajeno a esta situación. Con una ciudadanía nada dispuesta a realizar ejercicios intelectuales de comprensión y que espera que ésta llegue más por ósmosis que por estudio, los lenguajes artísticos complejos, que tanta conmoción causaron a lo largo de todo el pasado siglo, suscitan hoy, tan sólo, un respetuoso distanciamiento. La sociedad ha construido un efectivo procedimiento para defenderse del arte. Ya que no se puede comprender, al menos, que no perturbe.

Dicho y hecho. Los artistas, esos individuos que durante tiempo fueron la vanguardia intelectual de las sociedades occidentales, hoy no son poco más que simuladores, tipos especiales a los que es mejor dejar en paz y no tratar de interpretar, personajes curiosos y hasta entrañables que son bien recibidos mientras sus extravagancias queden delimitadas siempre dentro del ámbito del fingimiento. No los comprendemos pero tampoco se les supone agresivos.

Estas actitudes son el resultado de una serie de propuestas artísticas que tienen más que ver con la farsa que con el arte. Se han tenido que soportar a demasiados impostores presuntamente imbuidos de gracia como para que la sociedad esté dispuesta a sufrir más. ¿Solución? La vacunación contra ellos. Una vacunación que no es sino resumirlos, categorizarlos, cercarlos en reservas y no permitir que agiten las conciencias, algo que, dicho sea de paso, fue siempre la finalizad del arte moderno.

John Otazu pertenece a esta estirpe de artistas que, a falta de ideas, ofrecen espectáculo. En el último de ellos, llamado alegremente performance, Otazu se subió a una maraña de cordajes dispuestos a varios metros del suelo y en plena calle de San Sebastián, y se dispuso a hacer vida normal en tan llamativa tesitura durante, al menos, un día y una noche. Esta acción, tontorrona para cualquier iniciado en el mundo del arte, causó estupefacción entre los viandantes. ¿Qué es eso?, se preguntaban. ¿Un ecologista en formal protesta? ¿Un desempleado reclamando lo suyo? ¿Un inmigrante solicitando su regularización inmediata? ¡No! Es tan sólo un artista. Ah, respiraban tranquilos. Se trata tan sólo de un artista. Y entre risas y suspiros de alivio, el gentío se entretenía en verlo evolucionar, allí, esperpéntico, ridículo, absurdo, inspirado con esa capacidad de percepción que al resto de los mortales le está vedada. Pero, a fin de cuentas, nadie perdió el sueño esa noche. Ni un solo ciudadano se hizo preguntas ni resolvió cuestión intelectual alguna. Se trataba de un artista, es decir, de un simulador.