Sección: LITERATURA
Serie: Bestiario
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Autor: José Morella
e-mail: bestiario@espacioluke.com

nº 25 - Febrero

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La simple admiración por otra persona es un elemento demasiado débil como para que un escritor diseccione el alma de dicha persona y consiga, con ello, escribir una buena biografía. Las biografías, cuando no son meras cronologías o prosas infumables (esto es, cuando tienen la fuerza suficiente como para plantear las preguntas clave que determinado ser o su obra nos incrustan a todos en el gaznate), necesitan de un motor más verdadero, más sobrado de energía que la admiración. La envidia es, sin duda, más fértil y potente que la admiración. De la envidia de la peor clase, de la más destructiva, nacen innumerables críticas literarias. Por eso a determinados críticos se les tiene que leer al revés: hay que comprar lo que critican y desechar lo que elogian. No obstante, creemos que la envidia, o algo parecido a la envidia, permite que determinados biógrafos hagan obras maestras. Es sabido que la palabra envidia significa ceguera. Procede del verbo latino invidere, esto es, no poder ver. La envidia nos deja ciegos. Pero, al mismo tiempo, debe de haber algún tipo de sentimiento todavía no bien nombrado por nuestra cultura, pero parecido a la envidia, que genera, por exceso o por error divino, clarividencia absoluta. Lucidez máxima. De hecho, la extensa tradición literaria que recorre la figura del ciego, desde Tiresias, concede al mismo la capacidad de ver lo que los videntes no ven y tienen delante de sus narices. Lo verdaderamente importante. De ahí que Edipo acabe arrancándose los ojos que tan poco le habían servido para salvarse de su tragedia. De algún modo, estos ciegos convierten su envidia, su ceguera, en algo así como un gran respeto de mitómano. Tienen la valentía de estudiar a aquellos a quienes envidian, consiguen fotografiar sus almas y dejarnos documentos asombrosos. De alguna forma, los igualan sin saberlo. Ellos, los envidiosos, no simplemente querrían tener el éxito de los envidiados. No es tan sencillo. Querrían serles. Desearían haber escrito las obras que otros escribieron. Escribiendo biografías, los envidiosos acaban convirtiendo su envidia en otra cosa. La buena biografia es la novela que cuenta esa envidia. Por eso es tan interesante leer biografías escritas por buenos novelistas. El buen biógrafo, por otra parte, es aquel que, con la excusa de echar luz sobre el alma de alguien, nos muestra la suya propia; cajas chinas: un alma dentro de un alma denro de un alma última, que es la nuestra, la del lector. Un proyecto delirante, para quien tenga tiempo que perder en ocupaciones raras e inútiles, que son las únicas que despistan a la infelicidad, sería el de hacer una biografía sobre un biógrafo, sobre sus particulares obsesiones, sobre sus rarezas, sobre el por qué de la mixtificación de las personas a las que dibuja en sus obras, etc. Por ejemplo, una biografía sobre Alexander Gilchrister, que escribió las respectivas de William Blake o Thomas Carlyle. La obsesión de Gilchrister en su trabajo le llevaba extremos como alquilar una casa al lado de la de Carlyle para poder estar constantemente al acecho de la vida que quería describir. Resulta muchas veces más útil leer a un biógrafo envidioso que a uno documentalista, aunque este último nos dé cantidad de datos objetivos sobre las idas y venidas, las ocupaciones, los detalles escabrosos, etc, del biografiado. Un ejemplo magnífico de esto es El Tiempo de los Asesinos, biografía de Rimbaud escrita por Henry Miller. En las primeras páginas nos parece que el ego de Miller, brutal como una manada de bisontes salvajes, va a borrar de la escena Rimbaud, ya que Miller constantemente osa compararse a sí mismo con el escritor del que habla: Rimbaud pasó hambre, yo también; Rimbaud vagó en el desierto, yo también; Rimbaud vivió para escribir, yo también. Miller no tiene pudor. Pero poco a poco el tono va cambiando, y la obra, si se consigue superar la megalomanía del envidioso, te acerca al enigma de la vida del poeta hasta el punto de empujarte salvajemente a releerlo en cuanto puedas. Pero también te lanzas, a la vez, a leer a Miller. Otro ejemplo de este tipo de libro es la biografía de John Keats escrita por Julio Cortázar, en la que el gran cronopio se da total libertad y se pone iconoclasta para inventar algo jamás visto en el género. No hay mejor libro que ese para enteder a Keats, pero tampoco hay mejor libro para entender a Cortázar. Cortázar mismo había escrito un cuento, El Perseguidor, que es una magistral puesta en escena de los últimos tiempos de vida del saxofonista Charlie Parker. Leer ese cuento dice más que cualquier biografía al uso sobre Parker, porque al mismo tiempo habla de la relación entre el artista y la vida, de la tragedia del verdadero creador. Una buena definición de escritor, o de artista en general, podría ser esta: aquel que envidia a la luz del día y que lo cuenta para purificarse. Aquel que disecciona a otro obsesivamente. Homero digerido por Keats digerido por Cortázar, y así hasta el fin... Quizá todo escritor sea un caníbal, y la cultura un gran atracón, regado de sangre embriagadora, que dure milenios.