Sección: OPINION
Serie: ---
Título:
Dar oportunidades
Autor: Agustín Vicente
e-mail: agustin@espacioluke.com

nº 24 - Enero

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¿Qué es lo que nos hace proteger las especies en peligro? ¿Qué razón tenemos para que una determinada cultura, o una lengua, no se extinga? ¿Qué razón puede haber para, en lo posible, y en caso de una preliminar indiferencia por parte de los progenitores, preferir el progreso de un embrión humano a su extinción? Es común hoy en día aceptar que los individuos tienen derechos. Es más, que sólo los individuos los tienen. Algunos defienden que la clase de los individuos en cuestión se limita a los individuos humanos, mientras que otros incluyen en ella a los animales y, en general, a todos los individuos susceptibles de padecer un tipo u otro de sufrimiento. Sin lugar a dudas, la capacidad de padecer sufrimiento es una buena razón para reconocer derechos y para, así, limitarlos a los individuos, pues sólo éstos tienen tal capacidad.

Supongamos entonces que la capacidad de padecer sufrimiento de otros seres es lo que hemos de considerar en nuestras deliberaciones éticas. ¿Qué hay de malo en terminar con una especie, o, simplemente, dejarla extinguir? ¿Qué hay de malo en la desaparición de una cultura? ¿Y en la de un embrión? La respuesta es: nada, o apenas nada. En todo caso, menos de lo que uno puede, a primera vista, pensar.

En el primer caso, que desaparezca una especie no tiene más relevancia que la que tiene la desaparición de los individuos que pertenecen a ella: ninguna, si carecen, como las plantas, de sistema nervioso central. Aparte de eso, la extinción de una especie sólo conlleva un pálido sufrimiento por nuestra parte, que encontramos gozo estético en la variedad. Esa mengua en nuestro placer estético, sin embargo, difícilmente puede justificar los esfuerzos que se suelen exigir desde el bando conservacionista.

Lo mismo ocurre con las lenguas y las culturas: imaginemos que una lengua muere porque muere su último hablante, de tal forma que nadie es obligado a sufrir la imposición de hablar otra lengua y/o cambiar de cultura. ¿Existe algún problema en esto? Parece que no, aparte de la mencionada merma en la “belleza del mundo”.

Finalmente, ¿qué cabe decir de un embrión que desaparece a los pocos días o semanas de la fecundación? Pocas cosas pueden aducirse en favor de su persistencia a poco que ésta traiga el más mínimo padecimiento a quien ha de encargarse de nutrirlo en un momento u otro.

Sin embargo, tendemos a lamentar todos estos tipos de extinciones. Los lamentamos, además, no por procesos de empatía, en los que nos situamos en el lugar de otros, y compartimos su dolor, ya que tal dolor no existe en estos casos. El lamento procede, más bien, de la intuición de que cuanto puede desarrollarse armónicamente (es decir, sin prejuicio de lo que lo rodea, como ocurre con el cáncer) debe tener la oportunidad de hacerlo. ¿Es ésta una intuición irracional y en algún sentido extraviada? Lo cierto es que es difícil responder a esta pregunta. No todas las intuiciones son igualmente respetables. Algunas, claramente, son el sedimento de sistemas de creencias que estimamos equivocados. No parece, sin embargo, que éste sea el caso en la cuestión que aquí nos concierne, al menos en lo que a la claridad se refiere. ¿De dónde surge, entonces, una idea así? Creo que, a pesar de su dificultad, es una pregunta que habría que tratar de contestar (y con la que, por ahora, yo no me atrevo).