Sección: LITERATURA
Serie: El quintacolumnista
Título:
El señor de la mosca tras la oreja
Autor: Luis Arturo Hernández
e-mail: luisar@espacioluke.com

nº 24 - Enero

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(Sobre la pervivencia de El Señor de las moscas de William Golding en el siglo XXI)

“La aventura puede ser loca; el aventurero no”.
G. K. Chesterton

La supervivencia del ser humano en condiciones adversas ha venido convirtiéndose en espectáculo en estos últimos tiempos en las sociedades desarrolladas, cuyos televidentes asisten encantados a las penalidades de unos voluntarios –y voluntariosos- concursantes.

Nada, sin embargo, más lejos de la modélica construcción racionalista de la sociedad del solitario Robinson Crusoe en la isla de Juan Fernández –o de Juan Fernández en su isla-, ni de la ejemplar Escuela de Robinsones de Julio Verne, o de secuelas edificantes de convivencia en armonía como fueran El Robinson suizo de Wyss o La isla de coral de Balantyne en similares circunstancias, que la pugna entre dos equipos – o bandas- de náufragos desembarcados en una pacífica isla desierta del archipiélago de las Seychelles en programas de la catadura de Supervivientes, que hacen emerger, en vivo y en directo, los pecios del naufragio íntimo del ser humano enfrentado a sus semejantes –de Robin de las Selvas a hijastros de Robinson-, en pos de una recompensa -el “Premio Robinson 2001”-, sorbiendo las mismas caracolas con las que serán llamados al “Consejo Final”.

Y nada mejor que la alegoría infantil de El Señor de las moscas de W. Golding (1954) para ilustrar el juego peligroso de la lucha por la supervivencia entre dos grupos rivales: los civilizados –el líder Ralph, su asesor el intelectual Piggy y el investigador Simon- y los salvajes –Jack “el destripador” y su tribu de guerreros-, bajo la máscara tutelar del “Señor de las Moscas”, una careta de cerdo y cabeza de jabalí, clavada en un palo que, cubierta de moscas que acuden a libar en la sangre, instaura el principio de la crueldad, tótem que conjura la caza –corroborando la tesis de J. Frazer en La rama dorada sobre su primitivo valor sagrado- y que proclamará el caos de la sanguinaria orgía dionisíaca: “Incluso al cerrar los ojos se le aparecía la cabeza del jabalí” (...) “Frente a Simon, el Señor de las Moscas pendía de la estaca y sonreía en una mueca. Por fin se dio Simon por vencido y abrió los ojos; vio los blancos dientes y los ojos sombríos, la sangre...”.

MATANZA DEL CERDO Y LANZAMIENTO DE JABALINA

“El hombre-cerdo con vocación de pájaro se desplomó dando su último silbo (...) “

Fernando Vallejo, La Virgen de los Sicarios

Determinada por la porcofilia –“Es un estado de comunidad total entre el hombre y el cerdo”, afirmaba en Vacas, cerdos, guerras y brujas el recientemente fallecido Marvin Harris, nuestro antropólogo de cabecera (o de cabezada); o, mejor, nuestro antropólogo de familia (y otros animales)-, una pequeña comunidad infantil–varones todos, verracos junior- recrea en una isla remota, en el paréntesis de un naufragio aéreo en plena Guerra Mundial, su civilización “bajo especie porcina”, que enfrenta al salvaje jabalí montaraz –lanzadores/cazadores de jabalina: “En la hierba, detrás de ellos, habían depositado el cuerpo ventrudo y decapitado de una jabalina”-, contra el cerdo domesticado –Piggy, el craso pensador miope-; jabato prometeico –“Gritó a Jack: -¡Eres una bestia, un cerdo y un maldito... un maldito ladrón!”- y víctima del matarife, en una réplica antediluviana y fratricida de la popular matanza del cerdo: “El cráneo se partió y de él salió una materia que enrojeció en seguida. Los brazos y las piernas de Piggy temblaron un poco, como las patas de un cerdo después de ser degollado”. Iniciado el exterminio de la Razón a manos de Jack –que encarna el totalitarismo en su vertiente fascista-, tras la “rebelión en la selva” –y no en balde G. Orwell había reencarnado en el cerdo “Napoleón” de su Rebelión en la granja (1943) a Stalin y la dictadura bolchevique en el resto de la piara-, el político Ralph se convierte en un liberal proscrito, desterrado y acosado por los más violentos –“Vio el cuerpo decapitado del cerdo y pudo saltar a tiempo sobre él”-. Una vez consumada la destrucción de la “caracola”, símbolo primigenio de la llamada a la Reunión, petroglifo de la voz anquilosada de la Prehistoria - “la caracola estalló en un millar de blancos fragmentos y dejó de existir”-, el prófugo re rebela contra “El Señor de las moscas” –“la calavera del cerdo le sonreía desde el extremo de una estaca. (...) y contempló fijamente el cráneo que brillaba con la mejor blancura de la caracola”-, y lo destruye también –“Golpeó con furia aquella cosa asquerosa que se balanceaba frente a él como un juguete (....) Arrancó la temblorosa estaca y a modo de lanza la interpuso entre él y los blancos trozos”-, asimilando blancura calcárea y hueso mondo y lirondo –caracola y calavera- en la regresión hacia los orígenes del Hombre, y dispuesto a hacer frente, con la estaca a manera de lanza, a los salvajes enmascarados que, rastreando la presa, incendian la isla, en el momento de ser providencialmente salvado -¡Adiós a las armas!- por los adultos de la Marina Inglesa atraídos por el fuego –sangrante paradoja-, y dejando a sus perseguidores en la estacada. Lanzas coloradas. Herrumbrosas lanzas.

Violencia patrimonial humana, pues, tanto por la herencia cultural de sus antepasados, unos marinos civilizados y colonizadores, como por vía filogenética de los manes de la especie en las antípodas de Gran Bretaña.Y no deja de ser una coincidencia significativa que sean estos antípodas -entre las tribus de Nueva Guinea, los maring sin ir más lejos-, quienes organicen su ciclo vital en torno a la “plantación del rumbim” o tótem-símbolo de la tregua, “cría de una piara de cerdos”, “arrancamiento del tótem” con ruptura de la tregua, “kaiko o matanza masiva de cerdos”, guerra intertribal y replantación del tótem de un modo similar al que constituye el ciclo bélico primitivo de los clanes de Golding, cuya confrontación deriva del parlamentarismo bipartidista pseudodemocrático al gore.

VENDRÁN MÁS REALITY-SHOW Y NOS HARÁN MÁS CIEGOS o JUEGOS DE GUERRA EN EL SHOW DE TRUMAN

Alejado del prototipo del Robinson sajón –que desembarca con todo su instrumental-, El Señor de las moscas se aproxima más a los robinsones del ciclo latino –a la manera de Verne o Salgari, “con cierto bagaje cultural, que han de instrumentar, y amparados en un evidente providencialismo”, como señala Ignacio Aldecoa en memorable prólogo a Escuela de Robinsones-, y los restos de su naufragio emergen en este Supervivientes, donde la Providencia –bajo advocación vasca, por lo menos en la versión española del juego- sirve a los concursantes su “baúl-almacén” para que hagan inventario e inventen.

A medio camino entre la desmitificación del rousseauniano tópico del “buen salvaje” y la caza y captura de ancianos en aquel Diario de la guerra del cerdo de Bioy Casares, programas como Supervivientes despiertan en el más o menos ingenuo hombre –mujer- de la calle que aspira a ganar el concurso la pulsión de muerte consustancial a la guerra –y tan sólo la omnipresencia del Gran Hermano (EL GRAN HERMANO TE VIGILA) en la “telepantalla” impide que “se llegue a las manos”-, y que el juego –“ritualización de la agresión intraespecífica”-, llevado hasta el insulto –“El insulto fue la forma más primitiva, originaria, de la diplomacia, en la medida en que ésta es la forma de resolver por acuerdos de palabra lo que podría llevar a conflictos armados”, tal y como asegura Rafael Sánchez Ferlosio en su Vendrán más años malos y nos harán más ciegos-, logra sublimar, hasta que el deseo de que el espectáculo imite a la realidad y el show lo sea de verdad desemboca en los “juegos de guerra”, donde la guerra simbólica se parece cada vez más a la Guerra, y la muerte se identificaría con la Muerte si no fuera porque, como en el naufragio que pone fin a El show de Truman, de Peter Weir (1998) –la resistencia trumantina de un personaje trumantizado por la felicidad-, los participantes se saben ya teledirigidos por “el Señor” de “la mosca en la pantalla” que, como “el dios del Olimpo” en El Show..., pone las reglas del juego a sus héroes mortales –“Sam gritó: -¡Así no se juega”-, y pasa olímpicamente de sus vicisitudes morales siempre que las “cerdadas” o “marranadas” de los protagonistas entre sí -¡y qué gran afinidad biológica entre ambas especies omnívoras y competidoras en tantos ecosistemas!- contribuyan a aumentar la cuota de pantalla –parrilla de salida de tanto lechoncico churruscado-; perseguidos por el mando a distancia de millones de teleespectadores –“la mierda es buena: millones de moscas no pueden equivocarse”-, ilusos papamoscas refocilándose con las “guarradas”, “cochinadas” y la “porquería” de la telebasura –pues, igual que el cerdo come de todo, del cerdo se come todo- bajo la tutela de la cabeza de jabalí de ese busto parlante de El Señor de las moscas presunto transmisor de “la peste porcina” –“El Señor de las moscas habló con la voz de un director de colegio”-, cazados como moscas con la rica hiel de su panel de audiencia -“a un panel de rica hiel dos mil moscas acudieron, que por golosas murieron presas de patas en él”-, mosquitas muertas del Raid teleabrasivo por la “Costa de los Mosquitos” –que mata moscas y mosquitos-, mientras el quintacolumnista, mosca cojonera o tábano en estado crítico –quizá críptico-, se arrasca con la mosca tras la oreja - cuando el diablo no tiene otro quehacer con el rabo espanta moscas-. Por si las moscas.

P.S. Se estrena a fines de 2001 en TVE la serie de animación ¡Qué bello es sobrevivir! –en ácida paráfrasis de Frank Capra-, pariente lejana de Los Simpsons, y cuyo cabeza de familia, Óscar Balor, se presenta como cerdo teleadicto y omnívoro compulsivo, lo que no es pura casualidad. ¡Hace falta valor!,¡hace falta Balor!,¡ven a la Escuela Robinson!