Sección: OPINION
Serie: El paso
Título:
Elogio de la ignorancia
Autor: José Marzo
e-mail: esei@arrakis.es

nº 24 - Enero

Página de inicio
Literatura
Música
Arte
Opinión
Arquitectura
Cine


Números anteriores
Tablon de anuncios
Enlaces
e-mail

Se puso en pie y, alzando la mirada y sus brazos cargados de cadenas, le gritó a su destino, a nadie: “¿Por qué me empujaste a cometer asesinato?”

Que la escena sea representada por un actor de carne y hueso o que asistamos a una función de títeres carece en este caso de importancia. Un párrafo después del asesinato, también el reproche estaba escrito en el guión.

Hemos diseccionado el cerebro y hemos observado al microscopio las neuronas. Sólo la inercia o la soberbia pueden ya explicar que algunos se sigan reclamando poseedores de libre albedrío. La aportación más contumaz del cristianismo a la civilización occidental, lejos de hacer al individuo más libre, lo convirtió en más sumiso. Porque ¿cómo hubiera podido ser libre un ser culpable?

Al materialismo moderno, y específicamente al materialismo histórico, se le ha reprochado lo contrario. Si la conducta humana es el resultado de fuerzas mecánicas, susceptibles de ser contabilizadas, nadie puede ser juzgado. Porque ¿cómo puede señalarse culpable a un ser que está determinado?

El hecho es que toda sociedad castiga las conductas anómalas, heterodoxas, cuando éstas subvierten los límites de su orden y lo ponen en peligro, y que deja de sancionar los mismos actos cuando éstos se convierten en normales, ortodoxos y ordenados, conformes a la ley.

Tampoco el “no matarás”, considerada la primera norma de la sociabilidad, constituye sin embargo un absoluto. Las sociedades castigan el asesinato cuando representa una conducta anómala, pero si se normaliza, entonces lo disculpan y lo alientan, y el muerto se convierte en un ajusticiado o en un caído en combate. Esto es así y seguirá siendo así, si la civilización no pretende autodisolverse y condenar a la humanidad a tres mil años de soledad.

Tanto el cristianismo como el marxismo ortodoxo plantearon erróneamente el problema moral, el primero culpando al individuo y el segundo menospreciando la individualidad. Ni el individuo es soberano de sus actos ni éstos pueden ser contabilizados. Ni puede cargarse a sus espaldas una responsabilidad metafísica ni pueden computarse, preverse y controlarse todos sus condicionantes y cada uno de sus movimientos. El libre albedrío no existe, pero sí la singularidad, y ésta es compatible con la determinación. Qué importa que los actos de un individuo estén determinados si no podemos preverlos ni controlarlos. El individuo es imprevisible y fantasioso, y la moralidad de un acto singular depende tan sólo del juicio de los demás. No hay más juez que los demás, no existen otro cielo ni otro infierno que los otros. En una cultura inevitablemente científica y materialista, nuestra ignorancia, nuestro orgulloso querer saber y la humilde aceptación de que no alcanzamos a saber, es el más firme suelo de que disponemos para el ejercicio de las libertades individuales.

Surge ahora una cuestión más relevante: dilucidar cuándo y porqué una conducta singular, heterodoxa, desobediente, no sólo no es punible, sino que, desbordando la simple tolerancia, se hace merecedora de nuestra simpatía y de nuestra admiración.

La pregunta se planteará una y otra vez, pero la única respuesta definitiva que podemos permitirnos es que nunca lo sabremos del todo.