Sección: LITERATURA
Serie: El quintacolumnista
Título:
La holandesa errante
Autor: Luis Arturo Hernández
e-mail: luisar@espacioluke.com

nº 34 - Diciembre

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(Aproximación a Cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector, Ed. Siruela, 2002)

Humanas actiones non ridere, non lugere neque detestari, sed intelligere
Baruch Spinoza

“En las afirmaciones de Spinoza se encuentran muchas respuestas”, afirma Octavio, el marido de la protagonista, mientras elabora un artículo sobre el filósofo judío holandés. Y tengo la impresión de que en esa teorización del personaje sobre Spinoza ha de residir la praxis narrativa y vital -si es que en ella no es la misma cosa- de Juana, protagonista de Cerca del corazón salvaje, opera prima de la escritora judía brasileña C. Lispector.

En la tendencia a la intectualización de la vida -“No reírse, no lamentar, no detestar las acciones humanas; sólo entenderlas”- de aquel filósofo barroco está, en mi opinión, una de las claves de la factura poética de esta madura novela de juventud, tan deslumbrante como porosa, que presenta la aproximación a la vida –y el título es una cita de J. Joyce- de una niña/mujer como un arco tensado entre la intelección de una vida pensada y una vida vívida de sensaciones pensada en el acto seguido de la escritura que da fe de ellas –“Luego mirar si con relación a Spinoza se puede aplicar este descubrimiento”, anota él-.

Juana, que observa desde la ventana real y figurada de su infancia el mundo adulto de los varones –personajes secundarios de su peripecia mental, desde una mirada cerebral-, se extraña, observándose así desde el exterior –“¿has pensado alguna vez que un punto, un punto único sin dimensiones es el máximo de soledad? Un punto no puede contar ni consigo mismo, es y no es, está fuera de sí”-, y toma conciencia de sí misma, desvela su yo –“Todo lo que podría existir, existe. Nada más puede ser creado, sólo revelado”- en el lenguaje hecho pensamiento –“Una cosa que se pensaba no existía antes de pensarla. (...) Pero si digo, por ejemplo: flores encima de la tumba, de repente surge una cosa que no existía antes de que yo pensara flores encima de la tumba”-, del que serán tributarios tanto la imaginación –la fabulosa capacidad de “mentir” mediante las resplandecientes imágenes de sus palabras- como el contradictorio sentimiento, doloroso y gratificante, del entendimiento –“¿No será que estoy mezclando con esta amenaza del dolor cierta alegría dulce e irónica?, ¿Estoy sufriendo?-se preguntaba a veces y de nuevo, al pensar, se llenaba toda ella de sorpresa, curiosidad y orgullo y no le quedaba lugar para sufrir”-.

Llegada a semejante jardín de senderos que se bifurcan –“Poseer cada momento, ligar la conciencia a ellos, como pequeños filamentos casi imperceptibles pero fuertes. ¿Es la vida? Incluso así se me escaparía. Otro modo de captarla sería vivir. Pero el sueño es más completo que la realidad, ésta me ahoga en la inconsciencia. Al final, ¿qué importa más: vivir o saber que se está viviendo?”-, Juana, que se construye a/sí en un mundo en que los varones no pasan de ser personajes episódicos de su epifanía profana, optará por la pura sensación, desprovista de su función propedéutica, intermediaria del saber, como una claudicación –“Nadie sabía que precisamente entonces se sentía tan desgraciada que tenía que ir en busca de la vida”-, asumiendo el matrimonio, el adulterio o la maternidad como sucesivas instancias de la felicidad en el continuum de la existencia –“Y nunca se había visto una cosa o una criatura más feliz y completa”-, en una pagana exaltación de la vida, en una inconsciencia dichosa, que nos recuerda particularmente -más allá de los insoslayables vínculos con Joyce o Kafka invocados por la crítica-, a Alberto Caeiro, el heterónimo clásico, epicúreo y hedonista, de Pessoa -en cuya lengua escribe Lispector-.

Y no extrañe este magisterio literario de escritores varones de reconocida neurastenia porque la literatura –femenina donde las haya- de Clarice Lispector, se mueve entre el afán de autoconocimiento –su distanciamiento analítico- y el procesamiento poético del fluir de conciencia –con numinosas imágenes recurrentes de índole creacionista-, y lejos del tópico sentimental de la literatura llamada de “mujeres” que, a modo de subgénero, hace del amor uno de sus pilares fundamentales, cuando no el principal y exclusivo –“si estas palabras tuvieran un valor real, su valor no estaría en ser la cumbre, sino la base del triángulo”-, acaso porque su ausencia es la oquedad que el acto sexual de la escritura pretende llenar -¿Cómo terminar la historia de Juana? (...) Sí, terminar así: a pesar de ser una de esas criaturas libres y solas en el mundo, nadie pensó en darle nada a Juana. No amor. Le entregaban siempre cualquier otro sentimiento”-; quizá porque tal sentimiento no se materializa en la crisopeya del ser en la conciencia –“Terminan ocupando todo el espacio mental y sentimental exactamente porque son imposibles de realizarse contra la naturaleza”, p. 97-; ni en la búsqueda de lo intangible –“Todo lo verdadero es invisible”, proclama el crítico Ángel González García en su monumental historia invisible del arte contemporáneo que lleva por título el Resto-, en definitiva, que más allá de la metafísica o la teología emparentan a Lispector –de quien, en el País Vasco, alientan “resonancias mórficas” en la donostiarra Luisa Etxenike- con la llamada literatura del Conocimiento, de una “judía errante” –holandesa volandera es su obra- catapultada con esta narración a un vuelo que, parafraseando el Vuelo de la celebración del inefable Claudio Rodríguez, en lo que tiene de poética reflexión sobre la existencia de altos vuelos, nos atreveríamos a calificar de “Vuelo de la cerebración” y a quien rendimos el homenaje de una sucesión encadenada –“en la sucesión era donde se encontraba la máxima belleza”- de sus perlas –cuentas de un collar o cuentos de un collage-, que sólo trata de contagiar la admiración por una obra cuyo vuelo parecía alzarse con el desideratum del capítulo final, El viaje.