Sección: CINE
Serie: ---
Título:
"Un Quijote Cinematoapócrifo"
Autor: Luis Arturo Hernández
e-mail: luisar@espacioluke.com

nº 34 - Diciembre

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(A propósito de Don Quixote o DON QUIJOTE DE ORSON WELLES (1990), dirigido por Jess Franco con guión de Javier Mina)

a Javier Mina, como era natural.

-Ya le había prometido a Jess ir con él al cine hoy por la noche y mañana tengo que trabajar hasta tarde.
-¿Jesús otra vez?
-Jess, Tío. No le gusta ese nombre.
Ron Arias, El camino de Tamazunchale

Si el estilo de Orson Welles, por lo que tiene de puro vitalismo más allá del juego de las apariencias de la realidad, puede calificarse a grandes rasgos de “manierista”, había de serlo así forzosamente una producción cinematográfica que, sirviéndose del material acumulado por Welles en torno al Quixote, intentara recrear la gran novela de Cervantes reconstruyendo el plan previsto por Welles –Orson Welles, tras los pasos insoslayables del borgiano Pierre Menard, autor del Quijote- siendo fiel a su espíritu, conjurando por parte del audaz Franco el genio de ambos, poniendo una vela a Dios y otra al Diablo. Y son varios los aspectos que permiten hablar del manierismo del Don Quijote de Welles.

PERSPECTIVISMO o SANCHO PANZA, DEL CINE A LOS SANFERMINES

El relativismo de la realidad, consustancial a la mirada cervantina, así como el hecho de estar focalizando subjetivamente –mirando por encima del hombro- el enfoque con que otro director –por encima del hombre- leyó en imágenes las palabras de la sagrada escritura de Nuestro Señor Don Quijote exigía a la fuerza la técnica del perspectivismo.

Aparte de la complicidad y el consiguiente guiño irónico a espaldas de Don Quijote en un aparte teatral de Sancho con la voz en off del narrador, el escudero se ve inmerso en un juego de perspectivas a partir de su intervención en el rodaje cinematográfico de sus aventuras con DQ, del que tiene noticia por la televisión –“la cajita de las noticias”-, lo que le permite tomar conciencia de ser personaje de una historia y asistir a esa visión de un mago encantador –por la afable sonrisa de Welles-, que no es otro que su hacedor.

Y desde el momento en que empieza su peregrinar por tierras de España en busca de DQ, y a lo largo de su peri/patética aventura en solitario por tierras navarras, Sancho es objeto de ese juego de espejos tan caro a Welles, que siguiendo las “derrotas y derivas” de su vida lo hace aterrizar en Pamplona, un calvario en que el mozo manchego se verá ignorado y desconocido en el bullicio festivo de San Fermín -¡si parece Sancho Panza!, exclama un mozo en una inversión/perversión de apariencia y realidad- y “ninguneado”, desde su cochazo, por el propio director Orson Welles –objeto, por cierto, de la réplica, en espejo, de la cámara de juguete con la que un mozo remeda al operador de Welles-, que se irá revelando como el mago Cide Hamete Benewelli de un moderno Awellaneda, que deriva de la fidelidad al original –una ¿posible? transcripción a imágenes del texto- a la fantasía -sin solución de continuidad, en la obra inconclusa de Welles- de la salida apócrifa de un escudero en busca de su señor, de un personaje en busca de su director, contraviniendo la prohibición del verdadero narrador arábigo cuando dijo a su pluma:

-“Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte.”

ANACRONISMO INTENCIONADO o POR EL QUIJOTE NO PASA EL TIEMPO

Y nada más propio del manierismo que el perspectivismo temporal de ese anacronismo que ubica a Don Quijote y Sancho en la España de posguerra de los años 50 –la España de (Jess) Franco-, en un régimen de vida por cuya zafiedad y patanería parece no haber pasado el tiempo –y la regresión al siglo XVII no resulta difícil-, pero en contacto con la magia de la tecnología –la radio y la televisión o la cámara de cine-, como en el caso del “catalejo”, que permite esa traslación al despertar precientífico de los Siglos de Oro.

Yuxtaposición, pues, de sendas perspectivas históricas sobre el mismo mapa español que se entrecruzan e iluminan recíprocamente en un país que es, en paisaje y paisanaje, sustancialmente el mismo, con la excepción tan sólo de algunas muestras de desarrollo técnico –automóviles, telecomunicaciones, cohetes a la luna...-, y a las que se suma una tercera, igualmente irónica, en la transición política de –Jesús- Franco, que presenta en el doblaje una Pamplona/Iruña vascoparlante, que puentea el Franquismo desde el siglo XVII al XX.

AUTENTICIDAD DEL ARTE o DON QUIJOTE EN LA LUNA

Don Quijote –como una jaula- es encerrado en Pamplona y conducido por Sancho a su pueblo para protagonizar la nueva salida que le proporcione el reconocimiento deseado. Y Welles busca para ello una España en fiestas, una carnavalada colectiva que permita a los personajes ambientarse –como ocurría en las II Partes del Quijote, la del Caballero DQ de Cervantes o la de Pasamonte, el apócrifo Avellaneda- en un mundo de caballería: así, el diálogo de Sancho con los Gigantes de Pamplona o la intervención de DQ en una fiesta de moros y cristianos, donde sus disfraces se integran en el gran carnaval nacional

Y DQ se enfrentará, por fin –unamunianamente-, a su director reprochándole el uso de “esos endemoniados instrumentos de lente insomne y memoria infausta”, que “hacen de lo falso, verdadero y, de lo verdadero, falso”, en una “puesta en abismo” que confirma la poética de Welles: no el engañar con la verdad del Barroco, sino la ficción –y éste es también el modus operandi de DQ- como auténtico conocimiento, antes de alejarse con el catalejo, contemporáneo suyo -Copérnico-, mirando a la luna –The man in the moon-, lunático de sombra y sueño.

Doblemente manierista, además, este Quijote de Welles por el hecho de que el director se convierta a sí mismo en personaje al igual que Cervantes, y más aún cuando existe un “segundo autor” –Franco- que realiza el montaje-relectura de las secuencias rodadas por el primer autor –la celulosa del pergamino viejo de antaño es material de celuloide rancio hogaño- porfiando por ser Cervantes, siendo observado por el ojo del espectador, multiplicando hacia el exterior la perspectiva de Welles hacia el interior de la historia.

Fantasioso remake, pastiche del clásico, obra de arte kitch o cualquier otro sambenito que la crítica especializada quiera colgarle -más allá de sus excelentes interpretaciones y la magistral locución castellana-, se trata sin duda de una reconstrucción personalísima y libérrima de un mágico prodigioso que logra atrapar el espíritu de la obra cervantina.

APÉNDICE: PARADA Y FONDA EN EL MUSEO DE DON QUIJOTE

a Fernando Percebal
y doña Cristina, Ñaque.

En una Ciudad Real de La Mancha, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente, había no hace poco un Museo dedicado a Don Quijote al que acudían, en este tiempo de ismos –sexismo, racismo, consumismo y otros- heredados de las postrimerías del siglo pasado, no necesariamente cervantistas, sino lisa y llanamente -como un servidor- “quijotistas”.

Tres eran tres las estaciones de este viaje entretenido y ameno recreo que rinde tributo al personaje cervantino, más allá de la muestra bibliográfica de las ediciones fidedignas o apócrifas de siglos pasados –“La moral del más famosos escudero Sancho Panza, con arreglo à la historia que del más hidalgo manchego Don Quixote de la Mancha escribió Cide Hamete Benengeli, con licencia: en Madrid en la imprenta real, año de 1793”-, que se encuentra el curioso impertinente en el expositor del zaguán que oficia de recibidor.

SOBRINÍSIMOS & CIA y VOCES –NARRATIVAS- DE ULTRATUMBA

Un salpicón de diálogos entre la chica Sanchica y la sobrina de don Alonso Quijano que revisitan sucesivas interpretaciones del Quijote hasta nuestros días, con intención divulgativa y se diría pedagógica, sirven para abrir boca al visitante, en una estancia de cabezas parlantes, simultaneados con una proyección de diapositivas de ilustradas obras ilustrativas. Y tiene la rara peculiaridad, el dicho espectáculo de luz y sonido, de hacer a las mujeres interlocutores sobre el hidalgo don Quijote, si bien es igualmente cierto que desde el determinismo sociológico –lanza y panza- de sus ascendientes masculinos.

Y, como entre parientes anda el juego, el acomodador linterna en ristre guía al viajero en su descenso a la cueva de Montesinos, donde una sicofonía de Alonso –en este caso Aguilera-, cajista liniero de la imprenta de su tío Juan de la Cueva -e ingenuo testigo de excepción de la impresión del Ingenioso Hidalgo-, introduce al visitante en los misterios de la imprenta que muestra entre pliegos de barba y escobillas de crin –y traído, en fin, por los pelos- el proceso de una buena impresión en una fresquísima cava de luz dorada.

MÁS ARTILUGIOS DE LENTE INSOMNE Y GRATA MEMORIA

Y, haciendo compatibles antiguos instrumentos mecánicos de antaño con “artilugios ópticos de diabólica invención” de hogaño, como un cajista compaginador, la linterna mágica del acomodador nos conduce, finalmente, a la caja de las maravillas, retablo de la biblioteca de don Alonso Quijano y teatrillo cuyo escenario proyecta hacia el foro su dimensión en un diaporama de visiones quijotescas en una estereoscopia que convoca la presencia del hidalgo en ese tapizado sillón de orejas de un diorama recoleto y sombrío al conjuro de la bien timbrada voz de terciopelo de la sicofonía de Miguel de Cervantes.

Embobados por la inmejorable impresión de este encantamiento, emergemos a la luz del día y, de vuelta al mundanal ruido, los dedos se nos hacen huéspedes, y creemos ver visiones en una ciudad en que las alusiones al universo cervantino campean por doquier, desde el Monumento a Cervantes o el Teatro Don Quijote y las respectivas esculturas de caballero y escudero -o la cervecería Aldonza sin ir más lejos-, a las calles moriscas de Tetuán o Larache –con sus “Baños y trabajos de forja”-, y el quijotista tal vez creerá reconocer a Sancho Panza en cualquier gañán manchego de la capital, punta de lanza -y lanzadera- del quijotismo que rompe su lanza por el hidalgo en el “Museo del Quijote”.